La república relámpagohttp://www.maravedis.net/mapa.html
Pocos regímenes políticos han sido tan fugaces, insólitos y
desmadrados como el de la Primera República española. Se proclamó un 11
de febrero y, tras poco más de diez meses, el 3 de enero del año
siguiente, el general Pavía se presentó en el Congreso de los Diputados y
puso la guinda de fin de fiesta.
En ese periodo cupo de todo menos la normalidad. Cuatro presidentes,
incontables sublevaciones, huelgas obreras, una guerra carlista, otra en
Cuba, el cantón de Cartagena y, como guinda final, una Constitución
Federal que nunca vio la luz. Pocas veces España vivió tan rápido y
dilapidó tantas energías como en aquellos frenéticos meses de 1873.
Tenemos en este país nuestro cogido el gusto a revolverlo todo sin
saber muy bien qué es lo que vamos a poner después. Eso es lo que pasó
cuando, en 1868, una conspiración largó del trono a Isabel II. La reina,
que estaba en San Sebastián de veraneo, no hizo mucho por conservar la
corona. En Madrid la reclamaba el Gobierno para ponerse al frente de las
tropas leales, pero, para evitar habladurías, le pidió que viajase sin
su querido, Carlos Marfori. Eso sí que no, se dijo a sí misma: la vida
no tenía sentido sin ese granuja aventurero a quien había hecho
ministro, de manera que pidió que la condujesen al exilio. Con Marfori,
claro.
Cuentan que, cuando abandonaba San Sebastián, una multitud se agolpó
al paso de la carroza real guardando un silencio sepulcral. La reina
chata, que sentía auténtica debilidad por el pueblo llano, miró
compungida por la ventanilla y exclamó: "Siempre creí tener más raíces
en España". Raíces no había echado, pero entre unas cosas y otras había
reinado 25 años. Un cuarto de siglo en que se dieron cita cuarenta
gobiernos diferentes, tres espadones, varios cuartelazos, una infinidad
de amantes y otra, algo menor, de partos. Tenía sólo 38 años, y los ojos
azules más bonitos de todas las reinas de España: claros como el
cristal, casi translúcidos.
El problema que tenían los que se habían cargado a Isabel era que
carecían de repuesto, y, lógicamente, con buena voluntad y mucha ilusión
no se gobierna un país. La Revolución Gloriosa la habían organizado un
grupo de militares y políticos que difícilmente alcanzaban a entenderse
entre ellos. Al final, entre soflamas patrióticas, constituyeron un
directorio cuya presidencia recayó en Francisco Serrano. Con tratamiento
de alteza, eso sí. Los miembros del Gobierno provisional, para no caer
en errores pasados, decidieron hacer primero la Ley y luego buscarse un
soberano que la jurase y respetase.
No fue tarea fácil. Juan Prim, que era el presidente del Gobierno,
desesperado por no dar con un príncipe europeo que aceptase la corona
española conforme a los términos en que se ofrecían, llegó a decir:
"¡Encontrar un rey democrático en Europa es tan difícil como encontrar
un ateo en el cielo!".
Algo de razón no le faltaba. Uno de los candidatos era Alfonso de
Borbón, el hijo de la reina, pero fue desechado rápidamente por eso
mismo, por ser un borbón. Se habían tomado en serio lo de no tropezar
dos veces con la misma piedra.
Las pesquisas del Gobierno no dejaban indiferente al pueblo. A uno de
los candidatos, Leopoldo de Hohenzollern-Sigmaringen, los madrileños, a
quienes siempre se les ha dado fatal hablar alemán, le rebautizaron
como Leopoldo Olé-Olé si me eligen. Y no le eligieron.
El directorio se decantó por un príncipe italiano, Amadeo de Saboya,
que era incoloro, inodoro e insípido. Llegó apadrinado por Prim, pero,
días antes de poner el pie en la Corte, a Prim le cosieron a tiros en la
calle del Turco. Un gafe, vamos.
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El reinado de Amadeo duró lo que duran las cosas que se hacen sin
demasiado convencimiento. El turinés venía con buenas intenciones, pero
entre que no sabía gobernar y que no le dejaron, terminó hartándose y de
un calentón dimitió a los dos años y pico. Amadeo era de carácter
afable y muy bien dispuesto, pero un país como éste le venía grande.
Tuvo que aprender español apresuradamente, y su cultura no era muy
amplia, especialmente en lo que tocaba a España. Tras jurar en el
Congreso, alguien –probablemente un ministro pelota– le indicó que la
casa de Cervantes estaba muy cerca. Amadeo fingió sorpresa y respondió:
"Aunque no haya venido, iré pronto a saludarle". Alguien tan ingenuo no
podría jamás prosperar en España.
La abdicación del rey se produjo el 11 de febrero de 1873 por la
mañana. Esa misma tarde, el Parlamento era un hervidero de intrigas. Los
republicanos, que se habían mojado en lo de 1868, veían que una
oportunidad como ésta no se les iba a volver a presentar. Emilio
Castelar, uno de ellos, subió al estrado y enhebró un discurso
magistral:
Estanislao Figueras"Señores, con Fernando VII murió la monarquía
tradicional; con la fuga de Isabel II, la monarquía parlamentaria; con
la renuncia de don Amadeo de Saboya, la monarquía democrática; nadie ha
acabado con ella, ha muerto por sí misma; nadie trae la República, la
traen todas las circunstancias, la trae una conjuración de la sociedad,
de la naturaleza y de la Historia. Señores, saludémosla como el sol que
se levanta por su propia fuerza en el cielo de nuestra patria".
Encendidos aplausos, algún "bravo" y se procedió a votar el primer
Gobierno del nuevo régimen. De este modo tan prosaico llegó la Primera
República. En el siglo XIX las cosas se hacían de otra manera.
El elegido como primer presidente fue Estanislao Figueras, un
político barcelonés metido en años que no había dado pie con bola en la
época de Isabel II. Al día siguiente de su nombramiento comenzó el
incendio. En Montilla, un pueblo de Córdoba, los campesinos, creyéndose
que todo el monte era orégano, se levantaron contra el cacique local, el
alcalde, y lo que entonces se conocía como fuerzas vivas: a todas les
dieron una buena ración de palos, cuando no matarile.
En el otro extremo, en Barcelona, estalló un motín mucho más grave.
Los llamados republicanos federales –muy numerosos en la Ciudad Condal–
trataron de proclamar un Estado catalán que después, y si les venía
bien, se federaría con la República. Tan feo se puso aquello que
Figueras tuvo que trasladarse personalmente a Barcelona y reprimir la
asonada por la fuerza.
El país se estaba transformando en un frenopático donde cada uno
hacía lo que le venía en gana, por lo que se disolvieron las Cortes,
para que el llamado a las urnas tranquilizase el ambiente y remitiese la
incertidumbre. Pero, lejos de remitir, al mes siguiente, en abril, unos
cuantos militares, acaudillados por el almirante Topete, uno de los
héroes de la Gloriosa, trataron sin éxito de hacerse con el Gobierno por
las malas.
Aquello ya no había quien lo aguantase, y el 13 de mayo, sin apenas
campaña electoral, se celebraron las elecciones. Fueron posiblemente los
comicios con la participación más baja de nuestra historia. En Cataluña
sólo votó el 25% del electorado; en Madrid no mucho más: un mísero 28%.
Pasado el trámite electoral, las nuevas Cortes volvieron a reunirse,
con la peculiaridad de que eran un tanto anómalas: sólo representaban al
republicanismo federal, cuyos candidatos habían sido casi los únicos
que consintieron presentarse.
Figueras, que había aguantado el tipo durante cuatro meses, sospechó
que, con esos mimbres, lo peor estaba por llegar. Dimitió con mucho
disimulo, tomó un tren a escondidas y se fue a Francia, pero por el paso
de Canfranc, para que nadie le siguiese. Su diagnóstico no podía ser
más certero: se iba de un país donde estaban "los ánimos agitados, las
pasiones exaltadas, los partidos disueltos, la Administración
desordenada, el Ejército perturbado, la guerra civil en gran pujanza y
el crédito en gran mengua". No es necesario añadirle nada, porque esa
era, tal cual, la situación en el mes de junio.
El sucesor de Figueras fue otro catalán, Francisco Pi y Margall, un
republicano pertinaz e incansable, discípulo de Proudhon y muy inclinado
a las elucubraciones teóricas. Había concebido un nuevo modelo federal
para partir de cero inspirándose en un pacto sinalagmático (sic) entre
los diversos territorios del Estado. Como quería ver sus ideas llevadas a
la práctica lo antes posible, se entregó con deleite al debate
parlamentario sobre la nueva Constitución republicana.
El debate fue muy provechoso. Los legisladores elaboraron un soberbio
proyecto que nunca llegaría a ser aprobado. Los españoles, por lo
demás, iban a lo suyo, ajenos a las proudhonianas disquisiciones en las
que parecía tan interesado el presidente.
Con los calores del mes de julio el país enloqueció por completo. Los
acontecimientos se precipitaron con una celeridad asombrosa. El 30 de
junio el ayuntamiento de Sevilla acordó transformarse en República
Social. Una semana más tarde, en Alcoy se desató una ola de asesinatos y
ajustes de cuentas al calor de una huelga revolucionaria. Era sólo el
aperitivo.
El 12 de julio se produjo la sublevación de la base naval de
Cartagena, instalándose en Murcia una Junta Revolucionaria presidida por
un tal Antonio Gálvez, conocido como el Antonete. La chispa no tardaría
en prender por toda la Piel de Toro. El 13 la insurrección alcanzó
Valencia, el 19 Almansa y Cádiz; a finales de mes, lugares tan distantes
entre sí como Granada, Salamanca, Córdoba o Castellón se proclamaron
cantones independientes. Pi y Margall, superado por la realidad,
dimitió, sin entender muy bien qué es lo que pasaba.
Su sucesor sería Nicolás Salmerón, un krausista almeriense y
catedrático de Metafísica. Como a esas alturas el horno ya no estaba
para bollos, recurrió de inmediato al Ejército pidiendo a los generales
disciplina y resolución. El cúmulo de problemas era tal que sólo
enumerarlos daba dolor de cabeza. Más de la mitad del país estaba fuera
del control del Gobierno, y de la otra mitad no se podía estar muy
seguro. Era imperativo sofocar los levantamientos cantonales de Levante,
sin olvidar el rebrote carlista en las Vascongadas y Cataluña.
El pretendiente, Carlos VII, había regresado a España con el
advenimiento de la República. El País Vasco y Navarra se sumaron
entusiastas a la carlistada (la tercera en medio siglo) y le proveyeron
de 25.000 soldados. Para ampliar su base, Carlos juró los fueros
catalanes, y las áreas rurales del norte del Principado se subieron al
carro.
Los intentos del Ejército por aplacar la sedición fueron estériles.
Aprovechando la confusión y el desánimo de las tropas leales, los
carlistas cosecharon grandes victorias, como la de Montejurra, la de
Abárzuza o el cerco de Bilbao. En esto de tomar Bilbao los carlistas
eran de ideas fijas. Nunca lo consiguieron.
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Los cantones de Levante fueron rindiéndose a lo largo del verano, a
excepción del de Cartagena, que se había hecho muy poderoso al adueñarse
de la Armada. Con los buques de guerra, los acantonados emprendieron
expediciones piratas contra los puertos vecinos. La aduana de Torrevieja
fue saqueada. Dos fragatas, la Almansa y la Victoria, bombardearon
Almería, y cuando se dirigían a hacer lo propio con Málaga un combinado
de buques alemanes, franceses y británicos las apresaron, llevándolas
hasta Gibraltar para que el Gobierno de la República se hiciese cargo de
ellas. Pero los revoltosos tenían más barcos, que emplearon a fondo en
bombardear Alicante y en entrar a saco en Valencia. El desmadre
nacional.
Salmerón se fijó como empeño primordial Cartagena, convertida en un
peligroso y caótico nido de piratas. No llegaría a ver el final. A
primeros de septiembre dimitió porque no quería mancharse las manos
firmando penas de muerte para dar ejemplo entre los insurrectos
cartageneros. Le sucedió Emilio Castelar, el último cartucho de una
república herida de muerte.
El brillante parlamentario gaditano pidió al Congreso plenos poderes.
Suprimió algunas garantías constitucionales y se concentró en acabar
con el desorden. Necesitaba soldados y dinero para atender los tres
frentes –el norte, Levante y Cuba–, pero tan negro pintaba todo que
nadie concedió créditos al Gobierno. Se vio entonces obligado a imponer
empréstitos forzosos a banqueros y empresarios.
En tres meses se enderezó el asunto de Cartagena, y las Cortes
volvieron a reunirse. Castelar solicitó de ellas que aprobasen su
gestión. No lo hicieron. El presidente pronunció un florido discurso y,
al día siguiente, Manuel Campos y Pavía, capitán general de Madrid, dio
un golpe de Estado en el mismo Congreso de los diputados. Años después,
no se sabe bien a cuento de qué, nació una leyenda tan absurda como
falsa, la de caballo de Pavía, que se ha perpetuado hasta nuestros días.
Según cuentan, el general irrumpió en el hemiciclo a caballo acompañado
de la Guardia Civil poniendo de este modo punto y final a la república.
No sucedió nada de eso, ni lo del caballo ni la república terminó en
ese momento. El golpe se produjo a las siete y media de la mañana, que
ya es madrugar. Algunos diputados salieron en estampida del hemiciclo y
se descolgaron por las ventanas. Pavía, sorprendido, preguntó: "Pero
señores, ¿por qué saltar por las ventanas cuando pueden salir por la
puerta?".
Pavía entregó el poder a Francisco Serrano, el mismo que se había
hecho cargo de la regencia tras el destronamiento de Isabel II. Un año
más tarde, Martínez Campos se pronunció en Sagunto anunciando el regreso
de los Borbones en la persona de Alfonso, hijo de la reina. Hasta ahí
había llegado la República.
Seis años después de la Gloriosa se volvía al punto de partida. Con
el nuevo monarca las aguas volvieron a su cauce y los ánimos se
serenaron; tanto que recibió el sobrenombre del El Pacificador. Entre
los escombros humeantes de Cartagena, que se entregó el 11 de enero,
nacía la Restauración, un periodo de nuestra historia tan reciente que
casi podemos tocarlo con la mano. La República había durado sólo unos
meses, y dejó un recuerdo más agrio que dulce. Para habernos matado.
Extraído de: http://www.diazvillanueva.com/2007/02/la-republica-re.html#more