El moro Muza, o cómo se perdió España Los visigodos, una tribu de bárbaros que había atravesado el Imperio Romano
en una veloz cabalgada y se había dado el gustazo de saquear Roma, se
asentaron en la Península en el siglo V. No lo hicieron porque Hispania
les gustase, sino porque los francos, otros bárbaros aún más bárbaros,
les habían largado de las Galias. No habían sido los primeros. Antes
habían venido los vándalos, los alanos y los suevos. Los dos primeros,
que iban en busca de botín, pasaron de largo tras el saqueo. Los
últimos, más pacíficos y hogareños, se quedaron para fundar su propio
reino, en lo que es hoy Galicia y el norte de Portugal.
Los visigodos eran un pueblo peculiar, muy belicoso y dado a derramar
sangre por cualquier nimiedad. Es lo que se llamaba el morbus gothorum o
morbo gótico, por el cual los reyes eran asesinados sin piedad y
sucedidos por algún espadón del reino que contase con suficientes apoyos
entre la aristocracia. Nada que ver con el refinamiento de los hispanos
de entonces, a los que seis siglos de intensiva colonización romana les
habían quitado el pelo de la dehesa. A pesar de eso, y de que eran
muchos más, los godos les convirtieron en ciudadanos de segunda con los
que, durante mucho tiempo, ni siquiera se dignaban casarse.
Inexplicable.
Con el tiempo, los visigodos terminaron fundiéndose con el paisaje, se
romanizaron, aprendieron latín y hasta se hicieron católicos. No
aportaron mucho más. Alguna iglesuela y mucha orfebrería fina, que
enterraban en tesoros que todavía hoy siguen saliendo a la luz. La
capital la situaron en Toledo, una antigua ciudad romana que no era ni
muy grande ni muy importante, pero estaba en el centro y bien comunicada
con todos los rincones del país.
Durante los tres siglos que pervivió su reino anduvieron sus monarcas
obsesionados con unificarlo. En el noroeste, los suevos les fueron
esquivos hasta que el rey Leovigildo los atrajo a la casa común del
godo. En el norte, los vascones eran aún más rebeldes, e hicieron la
vida imposible a los reyes visigodos durante trescientos años. En el sur
se habían establecido los bizantinos de Justiniano, herederos del
Imperio Romano, entre cuyos planes se encontraba revivir la gloria de
los antiguos tiempos del César. En definitiva, guerras, guerras y más
guerras. Le pusieron tanto ahínco que, al final, consiguieron poner toda
la península a sus pies... y entonces vinieron otros y se la quitaron.
Mientras en las fronteras guerreaban sin tregua, en la corte las
intrigas eran el plato de todos los días. Una auténtica merienda de
negros. Es normal que, en tan poco tiempo, tuviesen tantos reyes: 34,
para ser exactos. Traiciones, asesinatos y degollinas que terminaron
como siempre terminan estas cosas.
Los últimos tres monarcas fueron un desastre. Egica la tomó con los
judíos, y se consagró a asesinarlos con singular dedicación.
Su sucesor, Witiza, reinó poco tiempo y fue derrocado por las armas.
Entonces, para no perder las buenas costumbres, se armó la marimorena
entre los partidarios de su hijo, un niño llamado Agila, y los de un
noble de nombre Rodrigo que se había pasado la vida dándole estopa a los
vascones. Rodrigo se salió con la suya y le nombraron rey. De Hispania,
claro, o, mejor, de lo que quedaba de ella.
En el año 711, al otro lado del Estrecho ya no mandaban los refinados
bizantinos del general Belisario, sino unos bárbaros venidos de Arabia
que tenían intención de comerse el mundo. En sólo un siglo, estos árabes
fanatizados por una nueva religión habían puesto Oriente Medio patas
arriba y, como andaban sobrados de fuerzas, conquistaron todo el norte
de África. Fue entonces, al llegar a las costas del Rif, cuando echaron
el ojo sobre la verdeazulada costa de Hispania, de nuestra Hispania. El
rey godo no lo vio venir y pasó lo que pasó.
Los documentos de la época se contradicen muchas veces, y los
historiadores se las ven negras para averiguar las causas por las que
Rodrigo lo perdió todo en un suspiro. A cambio tenemos las leyendas,
esos pedazos de sabiduría popular que siempre han hecho las delicias de
propios y extraños. La pérdida de España, como no podía ser de otro
modo, tiene la suya.
Cuentan que el señor godo de Ceuta, el conde Don Julián, estaba
resentido con Rodrigo porque éste había seducido a su hija Florinda, una
doncella que se encontraba en Toledo para aprender los distinguidos
usos de la corte. Rodrigo, que en asuntos de amor no era menos arrojado
que en la guerra, arrebató la virtud a Florinda. Enterado el padre de la
felonía, se la juró en secreto a Rodrigo. Esperó durante años y en
cuanto pudo se la devolvió, con intereses y mucha mala sombra. Primero
prestó su apoyo a los partidarios de Agila, y cuando vio que eran unos
incompetentes redomados se buscó como aliados a los musulmanes que
habían llegado de Arabia con la lengua fuera. Les ofreció transportar a
sus soldados hasta la Península para que diesen un escarmiento a
Rodrigo. Todo por vengar la virginidad perdida de Florinda. Fascinante
esta leyenda. En España, digan lo que digan las feministas, siempre hay
una mujer de por medio.
El caudillo de los moros era un tal Tarik, lugarteniente del gobernador
musulmán de África, que se llamaba Muza –en adelante el Moro Muza, que
es como ha pasado a la historia–. No sabemos el momento exacto en que
Tarik cruzó el Estrecho, ni los motivos que le llevaron a hacerlo; por
no saber, no sabemos ni cuántos guerreros trajo consigo en esta primera
expedición. Lo que sí sabemos es cruzó ayudado por los partidarios de
Agila, y que acampó junto al Monte de Calpe, que es como se llamaba
entonces el peñón de Gibraltar.
El cambio de nombre le vino dado por el propio Tarik: Gebel al Tarik, o
la roca de Tarik, con el tiempo devino en el Gibraltar de nuestras
entretelas. Pocos pedazos de tierra nos han dado tantos disgustos como
éste.
Ya en la Península, se encontró con un ejército visigodo y lo venció sin
contemplaciones en la batalla de Guadalete, donde, además de perder el
reino, Rodrigo perdió la vida. Luego todo fue muy rápido. Siguiendo las
vías romanas, el ejército triunfante se dirigió a Toledo, donde, según
cuentan las crónicas de la época, el moro se encontró con la mesa del
rey Salomón. Las conquistas había que adornarlas con estas mentirijillas
para dotarlas de cierta épica. La gente del común, los aperreados
hispanorromanos, no opuso demasiada resistencia. A fin de cuentas, se
trataba de cambiar a un señor por otro.
El moro Muza, entretanto, escribió a Bagdad para poner los dientes
largos al Califa con las incontables riquezas de Hispania, a la que, ya
puestos, le cambiaron el nombre por "Al Andalus". Denominación ésta que
ha pervivido hasta nuestros días en su preciosa forma de "Andalucía",
acaso uno de nuestros topónimos mejor traídos.
El ejército de Tarik era insuficiente para dominar el inmenso reino
godo, por lo que pidió ayuda al jefe. Al año siguiente, el moro Muza
acudió en su auxilio con las tropas de refresco. Juntos terminaron el
trabajo, conquistaron el valle del Ebro, Cataluña y los confines de la
meseta. Tres años después, toda Hispania, perdón, Al Andalus, formaba
parte del imperio de los Omeyas.
¿Toda? No. En el profundo norte, entre las nieblas de las montañas
cantábricas, resistían los últimos godos, los que se habían salvado de
la quema. Los moros, ahítos de gloria y conquista, no les concedieron
demasiada importancia. Esa sería su ruina.
Extraído de: http://www.diazvillanueva.com/2005/11/el-moro-muza-o.html#more