Bonito cobre. Para los que no sepáis que es nuestra Santa Elena.
(Copio y pego) Vivía Elena en la pequeña aldea de Drepano (próxima a Nicomedia), en Bitinia 1, tierra en la que había nacido alrededor del año 254 de nuestra era, ayudando a su padre en la atención de una posada, cuando llegó a la región para hacerse cargo de las tropas allí estacionadas Flavio Valerio Constancio Cloro, noble romano recientemente nombrado general por el emperador Maximiano.
Una mañana Constancio se detuvo en la posada para almorzar, reparando en la bondad y belleza de la mujer que atendía las mesas y poco después se casó con ella. De esa unión nació un hijo que, con el correr de los años, sería llamado a ocupar el trono de Roma, recordado como uno de los más grandes soberanos de su tiempo.
Pagana pero compasiva
Pese a que todavía era pagana, Elena sentía compasión por los cristianos, a quienes se perseguía de la forma más horrenda.
—¿Qué han hecho? –le preguntaba a su esposo– Son honrados, trabajadores y sencillos. ¿Por qué los matan?
Su esposo nunca le respondía y si lo hacía era para justificar la política imperante.
El matrimonio vivía en Nassius (Dardania) cuando nació su hijo Constantino, el 27 de febrero del 274. El 1 de marzo del 293, Constancio Cloro fue llamado a Roma, agitada entonces por grandes cambios políticos y hacia allí partió sin saber lo que el destino le deparaba.
Gloria y dolor
Gobernaban entonces Diocleciano y Maximiano con el título de Augustos quienes decidieron nombrar a dos Césares para queco-gobernasen el imperio con ellos, designando el primero a Galerio y el segundo a Constancio 2.
Elena vio a su esposo en lo más alto del poder mundial, pero con la gloria llegó también el dolor. Maximiano había solicitado a Constancio que se casara con su hija Teodora, obligándolo a repudiar a Elena. Enceguecido por la ambición, el valeroso general no solo abandonó a su esposa sino que, además, se llevó a su hijo, causándole con ello el más profundo dolor.
Catorce años vivió la bondadosa dama sin ver a su vástago, sumida en la pena y la deses-peración, solo encontrando consuelo entre aquellos mártires por los que tanta compasión sintió siempre: los cristianos.
Si antes de su conversión Elena era dada a la caridad, a la ayuda al prójimo, a la nobleza de espíritu y a la meditación, una vez que hubo conocido al Señor, esas virtudes se potenciaron a niveles increíbles.
Emperatriz de Roma
Se hallaba Constancio Cloro en Britania, combatiendo a los pitios, cuando el 25 de julio del 306 cayó en una emboscada. Su hijo Constantino, que le acompañaba, continuó en campaña y, una vez finalizada, regresó a Roma, donde su primera decisión fue mandar llamar a su amada madre.
Desde un comienzo, Elena comenzó a influenciar en su hijo.
En el año 308 la guerra civil agitaba al imperio romano y tras sangrientas batallas, después de abatidos los emperadores Valerio, Maximino Daya y Licinio, quedaron dueños del poder Majencio 3 y Constantino, quienes se enfrentaron primeramente en el Valle del Po, donde el segundo resultó victorioso y por último en las puertas mismas de Roma, hacia donde Majencio retrocedió en desorden.
El 27 de octubre del 312 se hallaba Constantino acampado cerca del Puente Milvio cuando en sueños vio una cruz en el Cielo, a la par que una voz celestial le decía: “¡Con este signo triunfarás!”. Recordando las enseñanzas de su madre, mandó pintar cruces en las corazas de sus legiones y al frente de ellas partió en la madrugada del día 28 en busca de su rival.
La batalla fue sangrienta y al verse perdido, Majencio se arrojó a las aguas del Tiber donde pereció ahogado.
Con Roma en su poder, Constantino fue proclamado único emperador, convirtiéndose, por consiguiente, en amo del mundo. A su madre le dio los títulos de Augusta y Emperatriz, acuñando monedas con su efigie y otorgándole plenos poderes que le permitieron utilizar los fondos públicos para obras de bien.
Pero a Elena no le interesaban los títulos. A ella le urgía otra cosa y logró, a fuerza de insistir, que su hijo firmara en el año 313 el célebre Edicto de Milán, por medio del cual no sólo dispuso oficialmente que cesaran las persecuciones contra los cristianos sino que, además, restituyó a la Iglesia (no a los particulares) todos sus bienes, ya sea templos, escuelas y propiedades confiscadas, sentando precedente para que el emperador Teodosio instaurase la verdadera Fe como religión oficial del Estado, en el año 380.