Almanzor, el martillo de Alá Si Abderramán III es el rey de Al Ándalus y Averroes su filósofo, Almanzor es el soldado. Hace cosa
de mil años, año arriba año abajo, protagonizó las más sonadas y
triunfantes campañas militares por los reinos cristianos. Sembró el
terror y arrasó Santiago de Compostela, centro espiritual de lo que
había quedado de España. Su nombre permanecería grabado a fuego durante
generaciones, y aún hoy es sinónimo de caudillo invencible, porque a
Almanzor el victorioso sólo le derrotó la muerte.
A mediados del siglo X la antigua Hispania romana se había convertido
en un califato musulmán. Los árabes que habían llegado tres siglos
antes serían bárbaros iletrados, pero no tontos; se habían quedado con
lo mejor: las costas del Mediterráneo, tapizadas de palmeras y naranjos
en flor, y los fértiles valles del Ebro y el Guadalquivir, que son una
delicia y huelen a azahar. Lugares, en suma, muy agradecidos, donde el
Islam echó raíces y floreció.
A la cabeza de aquel reino se situaba un califa que residía en Córdoba,
una antigua ciudad romana que viviría en estos siglos su gran momento
histórico. Sacando partido de la jugosa herencia romana, los moros
hicieron de Al Ándalus un califato próspero, poderoso y temido.
Muy al contrario, al norte, más allá del Guadarrama y en las sierras del
Pirineo, malvivían un puñado de reinos y condados cristianos,
despoblados y débiles, castigados por expediciones de castigo o aceifas
que, regularmente, enviaba el califa para proveerse de esclavos y, sobre
todo, de esclavas, muy apreciadas en la Corte cordobesa. Con esta vida
de sufrimientos, los aperreados cristianos sólo podían esperar que
llegase el Apocalipsis, que un guerrero llegado del sur les diese la
puntilla. No olvidemos que estaban cerca del año 1000, y, según el
calendario de San Juan, al mundo le quedaban cuatro días mal contados
antes del inevitable Juicio Final.
Mientras negros nubarrones cubrían el horizonte de los españoles del
norte, la familia de los Al Maafí, avecindada cerca de Algeciras y
descendiente de un antiguo linaje yemení, vivía tan ricamente trayendo
hijos al mundo. En su seno nació, a mediados de siglo, Abu Amir
Muhammad, un joven ambicioso que, tan pronto como pudo, se trasladó a
Córdoba para medrar y hacer fortuna en la capital. En Córdoba no ataban a
los perros con longaniza, pero se había ganado el sobrenombre de la
Perla de Occidente, rivalizando en grandeza y refinamiento con la misma
Bagdad.
En la Corte, la carrera de Abu Amir fue meteórica. Estudió el Corán a
fondo en alguna de las muchas madrasas que tenía la ciudad y se empleó
como escriba, tomando al dictado las demandas que la buena gente
analfabeta quería hacer llegar al califa. Sus labores debieron de ser
tan apreciadas que un visir se lo presentó a Alhakén, un delicado
príncipe amante de las letras y el arte. A él le debemos lo mejor de la
mezquita de Córdoba y el palacio de Medina Azahara.
Abu Amir no estaba tan instruido como el califa ni poseía tanta
sensibilidad artística, pero le birló a la favorita, la vascona Subh.
Era muy habitual que los emires y nobles musulmanes enriqueciesen sus
harenes con hermosas mujeres del norte, especialmente si eran rubias y
metidas en carnes. Un gusto que, según parece, no ha decaído entre los
árabes actuales.
Protegido por Subh, Abu Amir fue ascendiendo por los escalones del
poder. El califa le nombró general y le envió al norte de África para
que fuese fogueándose en las artes de la guerra o, quizá, para que
dejase de enredar en el harén, porque la garbosa apostura del algecireño
se lo estaba desgraciando.
En esas estaba cuando el califa murió. Su heredero, Hisham, tenía sólo
diez años y era incapaz de hacerse con las riendas del Gobierno. Los
espadones de la Corte, que de eso siempre hemos ido sobrados, pensaron
que mejor sería liquidar al niño y nombrar a otro. Subh descubrió la
trama y se lo dijo a su amante. Abu Amir era ya importante, pero no
tanto como para hacerse con el poder. En un cónclave secreto, decidieron
los notables del califato estrangular al aspirante. Nuestro hombre se
presentó voluntario, y cuentan que lo hizo con sus propias manos.
Con Hisham correteando por las estancias de palacio y la reina madre
Subh atendiendo sus deseos, Abu Amir se convirtió en una de las personas
más poderosas e influyentes de Córdoba. Sólo dos hombres se interponían
entre él y el poder: el visir Yafar al Musafi y el distinguido general
Galib, glorioso vencedor de los cristianos. Hizo una jugada maestra para
deshacerse de ambos. Primero acabó con el político, valiéndose de la
ayuda del militar, al que luego dio matarile, y entremedias se casó con
su hija, la bella Ismá. Digno de las mil y una noches.
A Musafi le tendió una trampa, y el antaño hombre fuerte de Alhakén
terminó sus días estrangulado en la cárcel de Córdoba. El
estrangulamiento era una muerte reservada a los reyes. Con Galib no fue
tan suave: le dedicó una agonía terrible, después de enfrentarse con él
en el campo de batalla. Cuentan que ordenó que le despellejasen y que
sus restos fuesen crucificados delante del alcázar. El infierno mismo
para un musulmán.
Sin enemigos incómodos, pudo al fin disfrutar del poder absoluto. Tenía
sólo 40 años y la ambición intacta. Para igualar su gloria a la del
califa mandó construir cerca de Córdoba un palacio a imagen y semejanza
del de Medina Azahara, el de Madinat Al Zahira (la ciudad
resplandeciente). Como no quería quedar por debajo de los califas y
buscaba que el pueblo le viese como tal, encargó la última ampliación de
la mezquita y se hizo llamar Al Mansur Bil Allah, el Victorioso de Alá;
es decir, Almanzor, que es el nombre con el que pasaría a la historia.
La paradoja que se daba entonces es que Abu Amir sería todo lo Almanzor
que él quisiese, pero no había ganado una sola batalla en condiciones a
los cristianos. Todo se lo debía a su encanto, primero, y a su falta de
escrúpulos, después. Un líder que quisiese ser apreciado en la Córdoba
califal debía salir, al menos una vez en su vida, y dar su merecido a
los infieles del norte. Ocupado como había estado en estrangular y
despellejar a los que le hacían sombra, apenas había tenido tiempo de
dar una dentellada a los crecidos cristianos que se aventuraban por las
tierras del Ebro. Y eso era una intolerable mancha en su, por otro lado,
inmaculado expediente.
Concibió entonces la idea de golpear a los cristianos como un martillo;
es decir, todos los años, saquear sus campos, incendiar sus ciudades,
profanar sus templos y convertir a los que quedasen con vida en
esclavos. Nada del otro mundo: en la Edad Media no se hacían
prisioneros. Las guerras eran así.
La primera campaña la dirigió contra León: arrasó Zamora y le dio un
palo a la coalición de leoneses, castellanos y navarros que le estaban
esperando en Rueda. Era sólo el principio. En 985 dejó a los leoneses
respirar y dirigió sus fuerzas contra Cataluña. El conde Borrell, que le
había prestado sumisión, no se lo podía creer; intentó parar el golpe,
pero de nada le sirvió: la morisma se ensañó con Barcelona y devastó los
condados aledaños.
Si era eso lo que le hacía a los amigos, los enemigos podían ir
preparándose. En 987 un nuevo ejército abandonó Córdoba para asolar el
reino leonés por lo que, andando el tiempo, sería Portugal. Arrasó
Coimbra y se dirigió a por la presa más codiciada, la ciudad de León, un
símbolo de la resistencia cristiana cuyos reyes eran herederos de
Pelayo. No dejó piedra sobre piedra. El rey Bermudo, que tuvo que salir
en estampida de la capital, se refugió en Galicia, donde pensaba que
nunca se atreverían a entrar los bárbaros del sur. Se equivocaba.
El rey de Navarra, viéndolo venir, bajó hasta Córdoba para inclinarse
ante Almanzor y ofrecerle su vasallaje. Esto era mucho más de lo que
hubiera soñado el afortunado escriba de Algeciras: todo un rey, acaso el
más respetado de la Cristiandad hispana, arrodillado ante él en el
salón del trono de su palacio. Los botines obtenidos en las continuas
aceifas estaban, además, colmándole de riquezas y engordando las arcas
del califato. Tal cantidad de todo llegó a Córdoba en aquellos años que
hasta bajó los impuestos, medida recibida con júbilo por un pueblo que
le veía como un guerrero de leyenda. Para celebrar su fama se hizo
llamar, aparte de Almanzor, Malik Karim, esto es, Rey Noble. Estaba a un
paso de la corona, de convertirse por derecho en lo que ya era de
hecho.
Los únicos que le enseñaban los dientes eran los castellanos. Castilla
era un condado fronterizo de campesinos libres que, en sólo cien años,
se había extendido desde el Cantábrico hasta Somosierra. Envió una
expedición contra el levantisco condado y aplastó la resistencia en
Gormaz, a la sombra de su espléndida fortaleza. Después se dio un festín
saqueando Álava, Burgos y Soria.
La España cristiana estaba, en 997, en su momento más bajo desde la
invasión musulmana. Sólo había que poner el broche final. Al frente de
un nutrido ejército, se dirigió a Santiago de Compostela. Contra
Almanzor no había victoria posible, por lo que los habitantes
abandonaron la ciudad, animados por el obispo Mendoza. Los moros se
cebaron a conciencia con uno de los corazones de la Cristiandad. Normal
que muchos pensasen que el fin del mundo estaba cerca.
Para que quedase constancia de su hazaña, ordenó llevar las campanas y
las puertas de la catedral hasta Córdoba y a hombros de esclavos
cristianos. Las primeras fueron devueltas a Santiago por Fernando III; a
hombros de moros, claro. Las segundas forman parte del techo de la
mezquita.
La gesta compostelana le convirtió en un personaje mítico del que se
hablaba en todo el mundo islámico, desde los arenales de Persia hasta el
Magreb.
Tan sólo le quedaba por castigar un reino cristiano: Navarra. Ésta,
aunque obediente, no iba a librarse del martillo de Alá. El último año
del primer milenio Pamplona fue salvajemente pillada e incendiada. La
aceifa continuó por los valles del Pirineo donde, poco después, nacería
el reino de Aragón.
Veintitantos años de guerra, aunque sean victoriosos, pasan factura a
cualquiera, y Almanzor, ya sesentón, no era una excepción. Su última
campaña la dirigió contra Castilla, la irreductible Castilla, que no le
daba más que disgustos.
Corría el verano del año 1002. Se encontraba guerreando en Soria, se
puso malo y murió en algún lugar de las serranías ibéricas, cerca de
Medinaceli. Acababa, eso sí, de saquear el monasterio de San Millán de
la Cogolla, el mismo lugar donde, unos años antes, nuestra lengua
castellana había dado su primer balbuceo.
Siglos después, y para quitarse la mala conciencia de no haber podido
ganar una sola escaramuza contra Almanzor, los cronistas cristianos se
inventaron una batalla en la que las tropas andalusíes mordieron el
polvo, la de Calatañazor. De aquí nacería aquello de "Calatañazor, donde
Almanzor perdió su tambor". La batalla no existió, pero hasta hoy
perduran sus ecos.
El califato quedó en manos de su hijo, Abdelmalik, que se lo disputó con
su hermano, y éste con un general que terminaría por extinguir la
estirpe de Almanzor. Envuelto en mil disputas, el califato fue de mal en
peor, y en pocos años se vino abajo.
La estrella de Al Ándalus comenzaba a decaer, pero eso los baldados
cristianos no lo sabían; apenas acertaban a escribir acongojados: "En el
año 1002 murió Almanzor y fue sepultado en los infiernos". Razón no les
faltaba.
Extraído de: http://www.diazvillanueva.com/2006/03/almanzor-el-mar.html#more