Así se conquistó México La
empresa más asombrosa que un español ha culminado con éxito en toda la
Historia es la conquista del Imperio Azteca. Apenas mil hombres, mal
armados, peor abastecidos y aislados, en un país inmenso y extraño
poblado por caníbales, a miles de kilómetros de España y enemistados con
el gobernador de Cuba. Mil hombres comandados por Hernán Cortés.
Bernal Díaz del Castillo, cronista en primera persona de la epopeya,
se preguntará años después:
"Muchas veces, ahora que soy viejo, me paro a considerar las cosas
heroicas que en aquel tiempo pasamos que me parece que las veo presentes
[...] porque, ¿qué hombres ha habido en el mundo que osasen entrar
cuatrocientos soldados, y aún no llegábamos a ellos, en una fuerte
ciudad como es México, que es mayor que Venecia, estando apartados de
nuestra Castilla más de mil quinientas leguas, y prender a tan gran
señor y hacer justicia de sus capitanes delante de él?".
Cabe responder a Díaz del Castillo que, exceptuando a Pizarro, ninguno.
La gesta de aquel grupo de españoles es irrepetible porque su artífice,
Hernán Cortés, no se limitó a conquistar un imperio por la fuerza de las
armas. Eso estaba ya muy visto. Cortés, arquetipo del conquistador
español, con todas sus miserias y grandezas, empleó a partes iguales, en
una combinación casi perfecta, ingenio militar, diplomacia cortesana y
la testarudez que nos es tan propia a los hijos de la Piel de Toro.
Hernán Cortés había nacido en Medellín, un pueblecito extremeño, en el
seno una familia hidalga que llegaba justita a fin de mes. Para que
progresase en la vida lo enviaron a estudiar a Salamanca. Hernán, sin
embargo, era poco amigo de los libros, y al poco se marchó a Sevilla
para embarcar hacia América, la tierra prometida que Colón acababa de
entregar en bandeja de plata a la reina. Se estableció en Santo Domingo
como encomendero, hasta que Diego Velázquez le animó a unírsele en la
conquista de Cuba. Aventurero como era, el extremeño se apuntó sin
dudarlo. Le cayó en suerte nueva hacienda y la alcaldía de Baracoa.
Pero no era suficiente para el inquieto medellinense. Las expediciones
que partían de Cuba para asentarse en Tierra Firme, que es como se
conocía la costa del continente americano, salían escaldadas: unas no
regresaban, y otras lo hacían en tan pésimo estado que el gobernador de
Cuba veía peligrar su cómoda poltrona. Cortés, que todavía era joven,
pensó que él era la persona indicada para la empresa. De salir bien, las
ganancias podían ser sustanciosas, según lo que contaban los marineros
que regresaban de la costa mexicana.
El oro vendría, además, a sanear sus deudas y a ponerle de buenas con el
gobernador Velázquez, de quien se había distanciado por un asunto de
faldas. Algo pendenciero, aficionado al juego y a las mujeres, había
prometido matrimonio a la cuñada de Velázquez, Catalina Suárez, para
luego, cobrada la presa, desdecirse como un genuino Don Juan, dejando a
la novia tirada a los pies del altar, con el vestido comprado y las
invitaciones del banquete enviadas. Una perla de hombre. Díaz del
Castillo le retrató con precisión de cirujano asegurando que era
"travieso de mujeres e que se acuchilló algunas veces con hombres
esforzados e diestros".
Reclutó 600 hombres y se apresuró a partir, antes de que Velázquez le
echase el guante. El 10 de febrero de 1519 comenzó la odisea. Hernán
Cortés tenía entonces 34 años, y no podía siquiera sospechar la hazaña
que iba a realizar ni el lugar que la Historia le reservaba. Dieron vela
hacia Cozumel, una islita frente a las costas de Yucatán. Allí se
encontraron con un cura español, Jerónimo de Aguilar, que había caído en
manos de los indios tras el naufragio de la expedición comandada por
Juan de Valdivia. A los demás náufragos –excepto al capitán Gonzalo
Guerrero, que echó raíces entre la indiada– se los habían comido.
Aguilar se unió a los hombres de Cortés. Fue un regalo caído del cielo.
El clérigo conocía la lengua maya, vehículo imprescindible para ir
ganando aliados en la costa. Cortés, muy a diferencia de otros
españoles, cuyos rescates de oro se convertían frecuentemente en
degollinas gratuitas de indios, pretendía ir guardándose las espaldas
por si tenía que volver atrás. La flota continuó su camino y arribó a
Tabasco, donde el capitán extremeño desplegó todos sus encantos para
seducir al cacique local. Lo consiguió hasta tal punto que éste le
entregó veinte mujeres en señal de amistad. Una de ellas era la india
Malinche, bautizada como Marina, que terminaría siendo amante de Cortés y
madre de uno de sus hijos, Martín Cortés, el primer mexicano. El resto
pasaron a los oficiales, que las recibieron con aullidos de
satisfacción.
Malinche hablaba maya y náhuatl, la lengua de los aztecas del interior.
Era la pieza que a Cortés le faltaba. Sin Malinche los españoles jamás
se hubiesen entendido con los tlaxcaltecas, sus principales aliados en
la guerra contra Moctezuma, y, probablemente, Cortés nunca hubiera
llegado a conquistar México. Tan importante fue su papel que todavía
hoy, en México, el malinchismo es sinónimo de preferir lo extranjero a
lo propio, es decir, lo contrario del chovinismo, ese vicio que figura
en el muestrario de "virtudes" de nuestros vecinos franceses.
Con la retaguardia pacificada y el botín de indias a buen recaudo en los
lechos de sus oficiales, Cortés prosiguió camino al norte. A
Tecnochtitlán, la capital del imperio, había llegado la noticia de que
unos hombres barbudos de piel clara merodeaban por la costa incordiando
al personal. En lugar de enviar un ejército para castigar la arrogancia
de los recién llegados, el emperador se sumió en un mar de dudas. Un
mito muy arraigado en la cultura azteca decía que el dios Quetzalcoalt,
enojado con los hombres por su mal comportamiento, había partido años
atrás, prometiendo regresar por donde nace el sol. Los mexicas vivían la
religiosidad profundamente, eran supersticiosos hasta la náusea y
dedicaban infinidad de sacrificios humanos a aplacar la ira de los
dioses. Moctezuma, que había interpretado la llegada del hombre blanco a
sus costas como el regreso de Quetzalcoalt, no sabía que hacer.
Envió una embajada de buena voluntad para que se encontrase con los
españoles y los colmara de regalos. Los emisarios confirmaron sus
temores: eran, efectivamente, teules (dioses en náhuatl). Se trataba de
hombres corpulentos, blancos y barbados, dotados de insólitos animales,
sobre los que cabalgaban, y de aún más insólitos ingenios para la
guerra, que daban pavor con sólo mirarlos. Cortés, ajeno al sin vivir de
los aztecas pero sospechando que tanta amabilidad no venía a cuento,
siguió rumbo al norte hasta recalar en Cempoala. Los totonacas de esta
región estaban sometidos a Moctezuma, pero de muy mala gana, por lo que
recibieron con agrado a los españoles. Cortés, astuto como siempre, hizo
exhibición pública de sus cañones y de sus jinetes a galope por la
playa. Para los indios no había duda: eran teules, y habían venido del
otro lado del mar a ajustar cuentas con ese emperador que les freía a
impuestos.
El caballo fascinaba y aterrorizaba a los indios. No existían en América
animales domésticos de ese porte, tan versátiles, poderosos y letales
en la guerra. Cortés, conocedor de que se encontraba solo en el fin del
mundo, se afanó por conquistar la psicología de los indios, sacando el
máximo provecho a la ligera pero decisiva superioridad tecnológica
europea.
Mientras Cortés se dedicaba a hacer amigos, Velázquez había ordenado su
captura allá donde se encontrase. El extremeño, que había cursado un par
de años de Derecho en Salamanca, ingenió una ficción jurídica fundando
una ciudad, Veracruz, para obtener así la independencia del gobernador.
Pero su intención no era quedarse en la costa, sino internarse en el
corazón del imperio y rendirlo. Para que nadie se echase a atrás,
desarmó las naves que le habían llevado hasta allí y dejó a Juan de
Escalante como alcalde de Veracruz.
Junto con un grupo de totonacas, emprendió el viaje hacia Tenochtitlán,
flamante capital del imperio. La tropa de Cortés estaba compuesta por
unos 400 españoles y 200 indios, armada de manera tan precaria que en
Europa no hubiera conseguido conquistar ni un fortín de tercera mal
guarnecido: 16 caballos, 13 mosquetones, 10 cañones de bronce y 4
cañones ligeros.
Antes de salir, los de Cempoala recomendaron a Cortés llegar a
Tenochtitlán a través de Tlaxcala, una orgullosa ciudad mexica que
desafiaba el poder del tatloani azteca. Los tlaxcaltecas, sin embargo,
eran correosos e intratables. El capitán español no se arrugó: si no era
por las buenas sería por las malas. Los tlaxcaltecas eran más, muchos
más, y se jugaban nada menos que su independencia. Cortés perdió algunos
soldados, pero no podía, ni quería, echarse atrás, porque es preferible
"morir por buenos, como dicen los cantares, que vivir deshonrados".
Acampó frente a la ciudad y dispuso los cañones para repeler cualquier
ataque.
El cacique de Tlaxcala, Xicotenga, harto de enviar los suyos al
matadero, cambió de táctica. Envió como regalo cuatro mujeres, para que
las sacrificasen y se las cenasen, junto a cuarenta indios, provistos de
la guarnición. Los emisarios de Xicotenga tenían el encargo secreto de
dar, por la noche, tras el festín, muerte a los españoles. Malinche, que
les oyó cuchichear en náhuatl, denunció sus intenciones a Cortés y
éste, sin pestañear, los detuvo. Mandó a sus hombres que les amputasen
las manos. Hecho esto, los envió de vuelta. Entonces Xicotenga se
rindió. Los españoles no sólo habían descubierto la celada, sino que
habían dejado intactas a las cuatro mujeres; es decir, no se las habían
comido. Algo inexplicable para el indio. Iba a ser verdad que eran
dioses.
Tlaxcala estaba a tiro de piedra de Tenochtitlán, pero Cortés prefirió
dar un rodeo. Muy cerca se encontraba la ciudad de Cholula, perrunamente
fiel a Moctezuma. Ocupar la plaza era enviar, con menos desgaste, un
último y definitivo mensaje al emperador. Los cholultecas, advertidos
del brío que desplegaban los españoles en la guerra y de lo mortífero de
sus armas, abrieron las puertas a Cortés sin demasiado entusiasmo.
Los aztecas eran un pozo de sorpresas. Pretendían deshacerse de los
hombres de Cortés con una trampa. Cavaron pozos ocultos en las calles,
en cuyos fondos instalaron estacas afiladas. El plan era que, al pasar
la caballería, el arma más temida, cayesen los jinetes en las fosas,
desgraciando de paso sus monturas. Neutralizados los caballos, los
guerreros de Cholula atacarían al resto y los harían prisioneros, para
sacrificarlos en Tenochtitlán.
Malinche volvió a descubrir la encerrona. Cortés, entre la espada y la
pared, vio que lo único que podía hacer era dar un escarmiento ejemplar,
para persuadir a sus anfitriones de que, con él, las mandangas eran
inútiles. Se reunió con sus hombres y les ordenó que batiesen la ciudad
matando a todo el que estuviese al alcance de sus espadas. La
escabechina fue terrible. Sólo se salvaron los jóvenes que los
sacerdotes tenían encerrados y en engorde para ser devorados en
espantosas ceremonias antropofágicas.
A Moctezuma no le quedaba elección: o aceptaba a los españoles o
sucumbía. Cortés se dispuso a entrar en la capital y culminar su
conquista. Tenochtitlán era grandiosa. Los españoles no se habían
encontrado en América nada parecido, ni se lo volverían a encontrar.
Estaba enclavada en una isla del lago Texcoco. Albergaba no menos de
200.000 habitantes, en una época en la que Sevilla, la ciudad más
poblada de España, llegaba rabiando a los 60.000. Sólo el centro
ceremonial contaba con 100.000 metros cuadrados de templos y palacios.
Sus habitantes se movían por anchas avenidas y una soberbia red de
canales, digna de la Venecia barroca. Pues bien, todo eso, el 8 de
noviembre de 1519, un hidalgo de Medellín, trotamundos y ambicioso, lo
hizo suyo.
Moctezuma recibió a Cortés acongojado. Los teules por fin estaban en
Tenochtitlán, habían vuelto. Cortés se bajó ceremonioso del caballo,
tomó posesión de la ciudad en nombre de Carlos I, otro emperador –que se
encontraba a miles de kilómetros, ajeno a todo el cotarro–, y a
Moctezuma le puso al cuello un collar de cuentas de vidrio, baratija
que, curiosamente, fue más útil para conquistar América que los cañones.
Se alojaron en un palacio, el de Axayacátl, rodeados de lujos, viandas y
un harén de serviciales mexicas para cada uno. El paraíso en la tierra.
Por si las moscas, tomaron a Moctezuma como rehén: después de lo visto,
de los aztecas no había quien se fiase.
En Cuba, Diego Velázquez, se enteró de que Cortés había fundado una
ciudad a sus espaldas y se encontraba, también a sus espaldas, de
conquista en tierra firme, cobrando incontables riquezas. Comisionó a
Pánfilo de Narváez para que se dirigiese a México con 1.400 hombres a
apresar al insubordinado. Cortés, alertado por los indios de la
expedición, partió de Tenochtitlán, dejando al mando a Pedro de
Alvarado. Ése podía ser el fin de su aventura, pero no se arredró:
tendió una emboscada y capturó a Narváez. La hueste enviada por
Velázquez, no demasiado motivada y engolosinada por las riquezas del
Azteca, se unió a Cortés. Asunto resuelto.
En Tenochtitlán, Alvarado, que no tenía ni la mitad de talento que su
jefe, temiendo una rebelión de los aztecas desató una matanza de
aristócratas. Cortés aceleró el paso para regresar y serenar los ánimos,
pero ya era tarde. El pueblo, indignado, se concentró frente al
palacio, a cuyo balcón salió Moctezuma para calmar a la plebe. Al verle,
Cuatemoc, sobrino del tatloani, lanzó una pedrada con tanta fuerza que
le descalabró.
Cortés ordenó la evacuación de la ciudad. En la huida, los mexicas
mataron a flechazos y a palos a unos 800 españoles. Aquella noche Cortés
la pasó, magullado y vencido, en compañía de los pocos que le quedaban y
de la leal Malinche. Fue la Noche Triste de Hernán Cortés. Lo había
perdido todo, o casi.
La voluntad del extremeño era, sin embargo, inquebrantable. Decidió
contraatacar, pero esta vez para sojuzgarla de verdad, destruirla y
alzar sobre sus ruinas una nueva ciudad, a la medida de sus
conquistadores. Se refugió junto a su mermado ejército en Tlaxcala.
Allí, durante meses mascó la venganza y trazó un plan de ataque. Asoló
la comarca, haciendo marcar a fuego una G de guerra en la espalda de
quienes se le oponían. Una vez estuvo madura la fruta, puso sitio a
Tenochtitlán. Carecía de material de asedio, pero iba sobrado de maña.
Si la ciudad se encontraba en un lago, habría que rendirla con barcos.
Los mandó construir.
Valiéndose de los conocimientos de algunos soldados, armó una escuadra
de bergantines y la botó en el lago. La batalla por Tenochtitlán duró
más de dos meses. Fue el único combate naval de la historia librado a
400 kilómetros de la costa y a 2.200 metros de altura. Los aztecas
resistieron heroicamente, hasta que les faltó el agua. Como hiciese
Escipión Emiliano en Numancia quince siglos antes, Cortés cortó el
suministro de agua potable. Lo que son las cosas: los celtíberos,
antepasados de los españoles, que habían sufrido la conquista romana, se
habían convertido ahora en los conquistadores.
A principios de agosto, Cuatemoc, el último tatloani, salió de la ciudad
en una canoa, huyendo de las tropas españolas que arrasaban
Tenochtitlán. El capitán García Holguín la interceptó y detuvo a sus
ocupantes. Llevado ante Cortés, el emperador dijo entre lágrimas: "Ya he
hecho lo que estoy obligado en defensa de mi ciudad y no puedo más.
Puesto que vengo por fuerza y preso ante tu persona y poder, toma este
puñal que tienes en la cintura y mátame enseguida con él". Cortés,
conmovido por tanta nobleza, le dejó con vida.
El 13 de agosto de 1521 el orgulloso Imperio Azteca escribía su última
página en la historia: la de su rendición. Las cenizas de un imperio
vendrían a abonar las raíces de otro. México se convirtió en la posesión
más preciada de la Corona, tanto que recibió el nombre de Nueva España.
Durante tres largos y laboriosos siglos, lo indígena y lo español se
mezclaron, alumbrando el mestizo y fascinante México actual, que con sus
106 millones de habitantes es la nación con más hispanohablantes del
planeta. Nunca le han dedicado un monumento a Cortés. Ni falta que hace:
México es su monumento.
Extraído de: http://www.diazvillanueva.com/2006/01/asi-se-conquist.html#more