El Gran Capitán, o cómo poner una pica en NápolesEn el otoño de 1494 un jovenzuelo y
alocado monarca francés que se llamaba Carlos decidió invadir Italia y
empezar a cosechar glorias desde el primer minuto de su reinado. El plan
era ambicioso y arriesgado. Tenía que cruzar los Alpes, transitar por
el Milanesado y la Toscana sin contratiempos, detenerse en Roma para ser
coronado y terminar la gira en Nápoles, para destronar al decadente y
poco motivado rey del vecchio regno, Ferrante II, a quien llamaban
Ferrandino por lo apocado y falto de espíritu que era.
Como era joven, valentón e irresponsable, no se preocupó de las
consecuencias de su aventura. El emperador de Austria miraría para otro
lado. El rey de Inglaterra poco podía decir, estaba muy lejos. En cuanto
al de Aragón, único que podía sentirse directamente concernido, acababa
de ser recompensado con la devolución del la Cerdaña y el Rosellón, dos
comarcas que habían caído en manos francesas durante la guerra civil
catalana, unos años antes. Eso era, más o menos, lo que circulaba por su
cabecita antes de ordenar a sus generales que cargasen las mulas y
enfilasen el camino de Milán.
Todo le salió como la seda, al menos al principio. En febrero del año
siguiente hizo su entrada triunfal en Nápoles. Ferrandino, fiel a su
carácter, salió disparado al sur, a Calabria, buscando la cercanía de
Sicilia, que era parte de la Corona de Aragón.
Mientras todo esto sucedía en Italia, Fernando de Aragón, el Católico,
esperaba tranquilo. El Papa Alejandro VI, que era valenciano, le había
avisado de la cabalgada francesa, de los excesos de sus tropas y de lo
mal que le caía el presuntuoso niñato que, en un abrir y cerrar de ojos,
se había adueñado de Italia. El rey se hizo el sueco, no movilizó al
ejército de Sicilia ni envió un contingente por si Carlos, a quien aún
le quedaba cuerda, tenía la ocurrencia de cruzar el estrecho de Mesina.
Muy al contrario, dejó hacer al gabacho y se concentró en urdir una gran
alianza internacional contra él. Decir que Carlos era muy malo y él muy
bueno no colaba, así que tramó una coartada para que todos picasen el
anzuelo. Propuso al Papa crear una Liga Santa para frenar el avance de
los turcos en el Jónico. Todo un clásico. Eso implicaba que Francia
debía abandonar Nápoles. El Pontífice lo recibió de mil amores y cursó
petición a todos los reyes de la Cristiandad, incluido el de Francia.
Venecia se apuntó a la primera; le siguieron Austria, Inglaterra,
Castilla y Aragón. Carlos dijo que nones, que para defender Nápoles de
los sarracenos ya se bastaba el sólito. Había caído en la trampa.
Rodeado Carlos por los cuatro puntos cardinales, Venecia llegó a un
acuerdo con Milán para atacar a los franceses por el norte. Carlos
acudió al combate sin saber que le esperaba una bochornosa derrota, de
la que salió con vida de milagro. El sur, que era donde se ventilaba lo
importante, se lo reservó Fernando. Envió una flota armada hasta los
dientes al mando de Garcerán de Requesens. A bordo viajaba Gonzalo
Fernández de Córdoba, un capitán castellano que había servido en la
guerra de Granada. Conjugaba en perfecta armonía valor, inteligencia y
mano izquierda, ingredientes que, no tan casualmente, se dan en todos
los grandes generales de la historia. Gonzalo lo fue, y con letras
mayúsculas.
Las órdenes de Gonzalo eran restituir a la familia real, la de
Ferrandino, en el trono napolitano. Para ello habría de trasladar el
ejército hasta la península, liquidar a los franceses, reconquistar
Nápoles y asegurarse el control de varias fortalezas. Casi nada.
Con lo que había traído de España y el refuerzo de los napolitanos
leales a Ferrandino franqueó el estrecho y, ya en Calabria, buscó el
encuentro con los franceses, a quienes pensaba pasaportar de una tacada.
Error fatal, porque los que le estaban esperando eran los propios
franceses, que se habían anticipado al plan del cordobés. En Seminara
Gonzalo cobró su primera y última derrota en Italia. El ejército de
Montpensier estaba mejor preparado y había hecho un uso combinado de la
artillería y la caballería que era casi imposible de replicar con las
artes de la guerra que Gonzalo traía aprendidas de España.
Acantonó a sus tropas en Reggio, para reponerse y reflexionar sobre el
desastre. Había una cosa buena: no habían conseguido obligarles a
regresar a Sicilia, y otra mala: eran más, y mejor armados, de lo que
pensaba. Tenía, además, que aprender del enemigo. Los franceses estaban
muy bien organizados, sus distintas compañías funcionaban con precisión,
sin estorbarse y entrando en combate en el momento adecuado. Había que
inventarse de cero la milicia española, y había que hacerlo rápido: los
franceses no le iban a dar otra oportunidad.
Escribió a los reyes para que le enviasen refuerzos, soldados, cuantos
más mejor, y dinero, que sin ese no hay ni guerra, ni gloria ni nada de
nada. Procedió entonces a reorganizar su ejército. Restringió el uso de
ballesteros, que eran una antigualla, y de los incontrolables jinetes
ligeros para dar protagonismo a los arcabuceros –uno por cada cinco
infantes– y a la infantería. Los primeros podrían descabalgar a
distancia a los resueltos jinetes franceses; los segundos darían buena
cuenta de los piqueros suizos, que Carlos utilizaba con profusión. Para
asaltar las compañías de piqueros ordenó que los infantes llevasen dos
lanzas, y una espada corta para clavar en los vientres de los enemigos.
Los españoles siempre hemos tenido mucho arte con las espadas cortas; de
ahí a la navaja y al navajazo hay sólo un paso.
La estrategia también tenía que cambiar. La batalla campal y otras
simplezas tácticas medievales ya no valían. Creó divisiones mandadas por
un coronel y dejó de lado la antigua columna de viaje, sustituyéndola
por el orden de combate, de manera que los soldados siempre estaban
preparados para luchar. Con todo, su innovación más original fue la de
motivar a los soldados. Les hizo sentirse parte de algo importante, no
mera carne de cañón en busca de botín. No escatimó ni dinero ni tiempo
para adiestrar a sus hombres, incentivó los ascensos por méritos y
estimuló el sentido del honor y de servicio a una causa.
Gonzalo Fernández de Córdoba no lo sabía, pero esa reforma sería el
germen de los tercios españoles, una máquina de hacer la guerra que
estuvo ganando batallas ininterrumpidamente durante siglo y medio. Los
primeros en probar la medicina hispana fueron los franceses de
Montpensier, y tal fue el palo que se llevaron que, tras batirse con la
infantería española, aseguraron no haber peleado "contra hombres sino
contra diablos".
En julio de 1496 Gonzalo estaba de nuevo en marcha. Los franceses se
habían retirado hacia Apulia y tenían sitiada la plaza de Atella, a
medio camino entre Nápoles y Tarento. Enterado Alejandro VI del paradero
de Montpensier, escribió al capitán andaluz para pedir su auxilio. Esta
vez fue cosa de llegar, ver y vencer. Los franceses fueron diezmados y
huyeron hacia el norte. Gonzalo se dirigió a Nápoles, donde entró días
después aclamado por los napolitanos: "Por común consentimiento de todos
fue juzgado ser verdadero merecedor del nombre de Gran Capitán".
La aventura del inexperto Carlos VIII había terminado peor que mal: no
sólo no había conquistado Nápoles, sino que se lo había entregado en
bandeja a Fernando de Aragón, su peor enemigo. El francés apenas tuvo
tiempo para recrearse en su odio: poco después murió, como consecuencia
de un accidente doméstico, sin dejar descendencia. Se dio un golpe en la
cabeza contra el dintel de una puerta. Y es que la precipitación
termina pasando factura.
El sucesor de Carlos, Luis XII, heredó, aparte de la corona, la
apetencias de quedarse con Italia. Pero no era tan ingenuo. Antes de
tirarse a la piscina se lo pensó dos veces y se buscó algunos aliados.
En 1499 los franceses estaban de vuelta en Milán. Fernando, que tenía
abiertos varios frentes, se avino a negociar. Invitó a Luis XII a firmar
un tratado para repartirse la Bota entre los dos: el norte para Francia
y el sur para España. El francés aceptó encantado y envainó el sable,
en espera de mejor ocasión.
Ocasión que no tardaría en presentarse porque, como es bien sabido, dos
gallos no pueden compartir el mismo corral. Felipe de Habsburgo, el
Hermoso, que estaba casado con Juana de Castilla, la Loca, pensó que esa
era su oportunidad para ir haciéndose un capitalito al margen de lo que
heredase. Concertó un acuerdo con Luis XII en Lyon por el que reinaría
en Nápoles hasta que su hijo Carlos (el futuro Carlos V) y la hija del
rey de Francia, Claudia, estuviesen en edad de merecer y de heredar. El
plan era tan tonto como su creador. Fernando no tragó y ordenó a las
compañías españolas en Nápoles que se pusiesen en pie de guerra.
Gonzalo, que había regresado a España convertido en lo más parecido a un
héroe, fue enviado de nuevo al escenario de sus triunfos pasados.
Fernando ordenó armar dos flotas: una en Barcelona y otra en Cartagena,
para dejar claro que la empresa italiana era ya un asunto que concernía
por igual a castellanos y aragoneses; spagnoli, tal y como eran
conocidos ambos en Italia.
El Gran Capitán se dirigió a Mesina para reunirse con los regimientos de
Calabria, y allí recibió el apoyo de una tercera flota, capitaneada por
Luis de Portocarrero. El Católico había puesto toda la carne en el
asador. Italia sería española o no sería, así de sencillo. Gonzalo,
entretanto, ansioso por encontrarse de nuevo con los franceses, se
internó en la península y fue a dar con ellos en un lugar muy familiar:
Seminara, el mismo en que había sido derrotado años atrás. Esta vez fue
diferente: machacó a la tropa gala y siguió avanzando.
Luis XII había destacado en Italia al duque de Nemours, un joven y
ambicioso general llamado a ser la horma del zapato de Gonzalo. El
francés se retiró hasta la costa del Adriático para recibir ayuda de los
venecianos, que se habían puesto de su lado. Puso sitio a Barletta y
espero a que el andaluz corriese en su auxilio. Ese sería el cebo: una
vez allí, otro ejército francés, liderado por el propio Nemours, le
saltaría por la espalda. Gonzalo, como estaba previsto, acudió a liberar
Barletta. Entonces todo el plan de Nemours se torció.
Gonzalo levantó el asedio en tiempo récord, y antes de que Nemours
pudiese moverse salió en su búsqueda. Se lo encontró un poco más al
norte, en Ceriñola. El plan de batalla de Gonzalo fue magistral. Mandó
cavar unos fosos para detener a la caballería a piquetazos. Hecho esto,
descargó toda su pólvora sobre los piqueros suizos y lo que quedaba de
caballería. Entonces, cuando el enemigo estaba tocado de muerte, cargó
con 6.000 infantes y 1.500 caballeros. La derrota francesa fue total. En
el recuento de bajas sólo había 100 españoles muertos, por 3.000
franceses, entre los que se encontraba el propio Nemours.
Enterado Gonzalo de que su rival se había dejado la vida en el lance,
ordenó que trajesen el cadáver ante su presencia. Ante la estupefacción
de sus oficiales, le dedicó un sentido homenaje e hizo que le sepultasen
con honores. Lo cortés no está reñido con lo valiente. Hasta en esto
Gonzalo Fernández de Córdoba se adelantó a su tiempo.
Con idea de evitar que el enemigo se reagrupase, la hueste española
corrió hacia Nápoles, donde el Gran Capitán fue recibido como uno de los
héroes de la Antigüedad. Los nobles napolitanos habían encargado un
arco del triunfo para que Gonzalo lo atravesase con sus hombres. El
cordobés se negó elegantemente: aquel reino no le pertenecía a él, sino a
Fernando el Católico. Alardes de nobleza como éste le valieron una fama
que cruzó Europa de punta a punta. El condottiero español era, amén de
invencible, leal y caballeroso.
Los franceses, sin embargo, no se habían rendido. Luis XII, emperrado
con Nápoles como un niño pequeño, envió tropas de refuerzo a Gaeta.
Gonzalo acudió a su encuentro desplegando una estrategia tan novedosa
como inteligente. En lugar de cargar directamente sobre Gaeta, dejó que
los franceses se confiasen y bajasen hasta el río Garellano con toda su
artillería. Diseminó sus compañías a lo largo de varios kilómetros de
barrizales para desgastar al enemigo. Llegado el momento, ordenó cruzar
el río, rematar a los dispersos artilleros franceses y, ya sin defensas,
rendir Gaeta con pocas bajas. Una soberbia lección de cómo se gana una
batalla, y de cómo se obedecen las órdenes. Fernando le había pedido por
carta que no malgastase hombres ni dineros, que evitase las
carnicerías; "mucho más nos serviréis en conservar eso con paz que en
darnos todo el reino con guerra".
Tras la victoria de Garellano, Luis XII entendió que de Roma para abajo
todo esfuerzo era inútil. Los españoles había puesto una pica en
Nápoles, y no había modo de arrancarla del suelo. La pica seguiría
clavada en el soleado mezzogiorno durante dos siglos más, hasta la paz
de Utrecht. Ya desvinculada de la corona española, Nápoles permanecería
ligada a España por lazos dinásticos hasta que, en 1860, Garibaldi
incorporó el vecchio regno a la Italia de los Saboya.
La empresa italiana fue la más provechosa y afortunada de cuantas España
ha emprendido en Europa. Un torrente de refinada cultura italiana se
derramó sobre nuestro país. Nápoles se convirtió en la ciudad más
próspera y poblada de corona. A cambio, los primeros tomates llegados de
América en las flotas de Indias posibilitaron que algún napolitano
ingenioso inventase la pizza, el plato más universal del mundo. La
toponimia, los apellidos y hasta ciertas formas dialectales del sur de
Italia guardan memoria de la dilatada presencia española. Nuestra lengua
se llenó de italianismos que traían pintores, escultores y músicos.
Fue una fructífera simbiosis latina. El buen recuerdo por la historia
compartida es mutuo.
Extraído de: http://www.diazvillanueva.com/2008/06/el-gran-capitan.html#more