Saludos, compañeros. Como estamos en veranito he pensado que vendría bien compartir con vosotros unos cuantos párrafos de mis lecturas, muy ligeritas y amenas para poder llevar mejor este calor que nos castiga
Como sabréis, se cuentan cientos de anécdotas y leyendas sobre nuestra Historia y nuestros gobernantes. Unas verdaderas y otras seguramente falsas. Pero ahí quedan con el paso del tiempo. Para todo aquél que quiera recordarlas.
Aquí van algunas atribuídas a Felipe II:
Tenía muy pocos años el príncipe don Felipe cuando asistió a una
corrida de toros que se celebraba en la Corredera de Valladolid,
acompañado de su madre, doña Isabel y figurando en la comitiva el
doctor Villalobos.
Uno de los animales lidiados arremetió tras un hombre, llegando hasta
cerca de la ventana donde se encontraba la corte, y el príncipe
creyéndose en peligro, se estremeció, pasando un gran miedo.
La emperatriz se mostraba muy contrariada por la pusilanimidad del joven príncipe, y no pudo por menos de decir, con enojo:
—¡Cuánto temo que este niño ha de ser cobarde!
Medió entonces el médico de cámara y, haciendo una lisonja al príncipe, le dijo a su egregia madre:
—No tenga vuestra majestad miedo, que en verdad cuando yo era pequeño,
que era el mayor judihuelo de la vida, y de cada cosa temía, y ahora,
en cambio, ya veis lo que hago, que no dejo nadie que no mate.
Se cuenta del rey Felipe que tenía sus salidas de más o menos ingenio, como todos los reyes, y que de tal presunción de ingenio se aprovechaban, a veces, los que le servían. Tuvo que trasladarse una vez con la mayor prontitud desde Madrid a El Escorial.
Y le dijo al cochero:
—¡A ver si consigues que los caballos vuelen!
El cochero supo hacer correr mucho a los caballos y, durante todo el camino les estuvo gritando:
—¡Caballos del demonio!
A la llegada a El Escorial, el rey preguntó al cochero:
—¿De quién decías que son esos caballos?
—Del diablo, señor.
—Pues no quiero que me los reclame. Quédatelos tú.
Y así el cochero, como premio a un grito y al manejo del látigo, recibió un par de hermosos caballos.
Un labrador halló un tesoro y presentó al rey Felipe II la parte que le pertenecía. Preguntó el rey a los circunstantes que contemplaban las monedas si el cuño era de su padre o de otro monarca. Al saber que la efigie grabada en las monedas pertenecía a los emperadores romanos decidió el destino del hallazgo:
—Pues si aqueste dinero no fue de mi padre ni de mis antecesores, dejémoslo al labrador que lo halló y Dios le ha hecho la gracia.
Este rey de España mandó construir el monasterio de El Escorial, en conmemoración de la batalla de San Quintín, ganada a los franceses. Intervinieron en la dirección de las obras tres arquitectos. El último fue Juan de Herrera. La cripta que está bajo el panteón de los reyes tiene el techo plano, construido en tal forma que Felipe II, la primera vez que lo vio, llamó al arquitecto y le dijo:
—Para evitar que este techo se derrumbe habrá de poner una columna en medio.
—Está calculado para sostenerse sin columna, majestad.
—¡Imposible! Os digo que os veréis obligado a ponerla.
Terminada la construcción, Felipe II vio que el techo estaba sostenido por una columna. Y dijo al arquitecto:
—Tuve razón al deciros que haría falta una columna.
—Sí, majestad.
Y Herrera, al decir esto, se acercó a la columna y la apartó de un puntapié. Era de cartón y no sostenía nada.
Cosa curiosa es que las damas de la corte española se asombraron al saber que las francesas que acompañaban a Isabel de Valois llevaban bragas, prenda desconocida hasta entonces en España.
No podemos olvidar que Felipe era contemporáneo de aquella Catalina de Médicis que no podía dar un paso sin que Nostradamus consultara primero sus astros. También Felipe, antes de la batalla de San Quintín, recibió un horóscopo. Pero, en vez de leerlo, lo quemó y ordenó que dieran unas monedas al astrólogo para que se marchara cuanto antes.
Era el año 1585. El rey Felipe II, que había llegado a Cataluña, se dirigió con lujoso acompañamiento a visitar el famoso monasterio de Poblet, a cuyo abad se había dado preventivamente la noticia del arribo del monarca. Sin embargo, al llegar el correo real, que precedía a la regia comitiva, al pie de los muros de Poblet halló la puerta cerrada y los alrededores del monasterio llenos de gente, admirada, como el mismo correo, de aquella singular novedad. El correo, que sólo de pocos pasos precedía al rey, se apresuró a llamar a la puerta, pero sólo se abrió a sus aldabonazos la rejilla del mismo, asomando a ella el hermano portero, que preguntó, desde dentro:
—¿Quién llama?
—Abrid en seguida —contestó el correo—. Apresuraos, porque el rey llega tras de mí.
—¿Qué rey? —preguntó el portero.
—El de España.
—Aquí no conocemos a ese señor rey.
—¿Estáis loco? —exclamó con airado semblante el correo—. Abrid a su majestad el rey de España don Felipe II.
—Os digo y repito —insistió el monje— que aquí no conocemos al rey de España, y que no podemos en esta ocasión albergarle, por estar esperando a nuestro soberano.
El correo retrocedió, y fue a contar al rey lo que pasaba, y es fama que Felipe II le dijo:
—Hubierais dicho que ibais en nombre del conde de Barcelona y os hubiesen abierto.
Tornó el correo de nuevo y volviendo a llamar gritó:
—¡Abrid al conde de Barcelona!
A este nombre se abrieron de par en par las puertas de Poblet y púdose ver en el atrio al abad Oliver, rodeado de monjes, con toda la grandeza y esplendor de la pompa religiosa, esperando al conde de Barcelona, don Felipe II.
A finales de 1560 Isabel tuvo la primera regla y Felipe II se decidió a consumar el matrimonio, lo cual no fue fácil porque, como el embajador francés escribía a la reina Catalina de Médicis, "la fuerte constitución del rey causa grandes dolores a la reina, que necesita de mucho valor para evitarlo".
En el año 1586, Felipe II envió a Roma al joven condestable de Castilla para felicitar a Sixto V con motivo de su exaltación al pontificado.
El papa, descontento de que se hubiese elegido para esa misión a un embajador tan joven, dijo a éste:
—¿Y qué? ¿Vuestro señor no tiene hombres de más edad para haberme enviado un embajador sin barba?
Respetuosamente replicó el condestable:
—Si mi soberano hubiese pensado que el mérito consistía en la barba os hubiera enviado un macho cabrío y no un gentilhombre.
Cuando Felipe II se enteró de la muerte de su esposa, se recluyó durante unos días en un monasterio, del que salió con la idea de casarse con Isabel I.
Muerta María Tudor, Felipe II pensó en casarse con la reina Isabel de Inglaterra, pero varios inconvenientes imposibilitaron la realización del proyecto. Uno de ellos era la religión protestante de la reina. Felipe quería que Isabel abjurase del protestantismo, cosa que Isabel no quiso hacer, no se sabe si por convicción religiosa o porque estaba segura de que con ello se enajenaría la obediencia de sus súbditos protestantes, que eran mayoría.
Otro inconveniente era la imposibilidad de la reina de tener hijos. Los historiadores ingleses de la época la denominaron la reina virgen, en lo que llevaban muchísima razón, aunque omitieron la causa de tal virginidad, que es que la reina Isabel, por una malformación congénita, no tenía vagina.
Los proyectos matrimoniales de Felipe II tuvieron que cambiar de dirección y volvió para ello sus ojos a Francia.
Francisco I, el rey francés derrotado en Pavía había muerto de sífilis, sucediéndole su hijo Enrique II, casado con Catalina de Médicis.
La enfermedad del rey francés tiene un origen muy curioso. Se había enamorado, o por lo menos encaprichado, de una bella y joven dama de la corte que era conocida por todos con el nombre de la "Belle Ferroniére" por estar casada con el señor Le Ferron.
Si la dama acogió con alegría las proposiciones del rey, no fue así con su marido, que no se contentó con su papel de cornudo, aunque fuese por obra del rey. Para vengarse no se le ocurrió otra cosa que frecuentar los peores prostíbulos de París hasta contraer lo que en Francia se llamaba "mal italiano", en otras partes "mal francés" y que, desde el poema de Fracastor "Syphillis sive de morbo gallico", ha sido con el nombre del protagonista: un pastor que había contraído este mal. Una vez comprobado que se hallaba infectado, Le Ferron se acostó con su esposa, inoculándole el mal, y ella a su vez lo transmitió a su real amante. Como se ve, la combinación es casi sainetesca y lo sería del todo si no fuese por sus desagradables consecuencias. En el Museo del Louvre existe un retrato atribuido a Leonardo da Vinci conocido como "La Belle Ferroniére", aunque los expertos han averiguado que representa a una dama italiana llamada Lucrezia Crivelli. Y que la pintura no es de Leonardo, sino de Antonio Boltraffio
En 1593, a causa de un nuevo ataque de gota, quedó imposibilitado temporalmente para firmar documentos, por lo que "consintió la firma de su hijo, sucesor solamente porque no podía ver los muchos despachos de su gran expedición con puntualidad".
En 1595, Juan Lhermite construyó para el rey la famosa silla—hamaca de la que ya no se separaría hasta su muerte. Útil instrumento plegable que convertía al mueble, según la ocasión, en cama, hamaca o sillón y que se conserva en El Escorial.
Felipe tenía sus horas para recibir a las gentes de todas las clases sociales, y cuando por la calle se le acercaba una viuda o un anciano rogándole algo, los citaba para recibirles unas horas más tarde en el Alcázar.
Y luego, por muy pesado que fuera el visitante, mientras descubriera en él una buena intención, lo escuchaba hasta el final sin una sola señal de impaciencia.
Rey poseído de su cargo y del respeto que merecía, pero también poseído del deber de respetar a su pueblo y sus derechos en tanto que pueblo. Rey que hizo que la Inquisición castigara a un predicador que se excedía en los elogios a su persona. Rey que recordaba con sabio temor haber recibido una carta de santa Teresa en la que le decía: "Recordad, señor, que el rey Saúl fue ungido, y sin embargo rechazado".
El cronista Sepúlveda cuenta que Felipe II mandó fabricar su ataúd con los restos de la quilla de un barco desguazado, cuya madera era incorrupta, y pidió que le enterrasen con un hábito de tela holandesa empapada en bálsamo. También dispuso que la caja de su ataúd fuera de cinc y que "se construyera bien apretada para evitar todo mal olor".