Damasco, año 86.
Según algunas fuentes dignas de todo crédito la explicación más probable es la siguiente: la moneda perteneció a un afamado arqueólogo británico del siglo XIX, que tras efectuar unas arduas excavaciones en antiguas ciudades de Oriente -en donde casualmente la halló- se vió cegado por el brillo de tan noble y culta civilización, y arrobado de ardor patrio emprendió viaje a Sevilla a ver qué podía expoliar para enriquecer los museos de su tierra natal, conocedor de la incuria de las autoridades hispanas con respecto a los importantes monumentos de nuestro glorioso pasado. Muy probablemente la moneda se distrajo del bolsillo en donde la portaba en alguna oscura tasca de Triana, perdido como un náufrago en los ardorosos brazos de alguna mujer de ojos de azabache y piernas de gacela, embelesado por el duende de la dulce música que envolvía el ambiente, el embrujo de los aromas de azahar, los arrayanes y toda esa parafernalia de seda y oropeles tan imprescindible en una historia como esta...
Con el paso de los años, el azar ha logrado que la moneda en cuestión volviera a ver la luz en el mercadillo de la Plaza del Cabildo; allí la llevó un jóven quinceañero, recién hallada entre los recuerdos de la vieja casa que su bisabuela mantuvo junto al Guadalquivir. Allí recaló, con la esperanza de obtener a cambio unos cuantos euros con los que mitigar el insoportable mono. Pero esta es otra historia...
...Pero qué mala é la caló!!!