de la frontera lingüística. Dicho barranco, dirigido primero hacia el SE., tuerce luego hacia el S.
en las inmediaciones de la Casa del Panadero, tristemente célebre a
causa de un asesinato perpetrado en ella hace varios años. En su primer
tramo, el Barranco Roch se ciñe a las faldas occidentales de un espolón
montañoso que fue asiento del yacimiento prehistórico de «Los
Pedruscales» (Lám. II).
Con el cambio de dirección, el barranco cambia también de nombre y pasa
a denominarse «Rambla del Panadero», aunque en los mapas referidos
figure con el nombre, doblemente erróneo, de «Rambla de las
Cartagenas». La verdadera «Rambla de los Cartagenas» (no de «las») es
el tramo inferior del cauce, que se pierde en el valle frente a la
finca denominada «Balaguer», después de unirse con otro barranco del
que recibe su último nombre.
A la salida del Barranco Roch, en la curva de la rambla, se ha levantado un muro de contención que desvía la corriente hacia el S.
y deja en seco otra pedregosa rambla que parece seguir la dirección que
aquél llevaba y corre un gran trecho paralela al camino que une las
casas del Panadero y de los Pedruscales, el más utilizado por nosotros
en nuestros desplazamientos.
El tesoro apareció en el tramo denominado «Rambla del Panadero» y en un
punto situado a cien metros exactamente del extremo meridional del muro
de contención (Láms. VI y VII). Cartográficamente, con mayor precisión que en el mapa que acompañamos (Fig.
1). puede fijarse la situación de este punto en la cuadrícula
458/459-847 de la Hoja 820-III, «Benejama», del Plano Director a escala
1:25.000 levantado en 1945 y editado en 1949 por el Servicio Geográfico
del Ejército. Se halla este punto a unos 2 grados, 50 minutos, 13
segundos de Longitud E. y a unos 38 grados, 41 minutos, 10 segundos de Latitud N., entre las cotas de los 600 y 610 m. sobre el nivel medio del mar en Alicante.
El acceso más cómodo se realiza, desde Villena, por la carretera
comarcal de Alcudia hasta el límite con el término de La Cañada,
situado a unos trescientos metros antes de llegar al kilómetro 55. Se
toma después, a la izquierda, la vereda de «Cascante», que pasa frente
a la finca de este nombre, hasta encontrar el Camino Viejo de Benejama,
que hay que seguir unos seiscientos metros en dirección W. para enlazar, a la derecha, con otro camino que conduce ya directamente
a la curva del Barranco Roch, después de pasar por delante de la casa de los Pedruscales (Lám. I) y de enfilar poco después, hacia el N.,
la casa del Panadero. Hasta el Camino Viejo de Benejama, el trayecto es
cómodo para toda clase de vehículos. Después se torna estrecho y
pedregoso pero practicable asimismo para coches de motor hasta el mismo
cauce de la rambla.
Otra vía de acceso, desde la carretera general de Madrid, es la que, en
el kilómetro 350, se desvía hacia la finca denominada El Puntal para
enlazar con el ya citado Camino Viejo de Benejama, que hay que recorrer
más de tres kilómetros en dirección inversa a la anterior para
encontrar, a la izquierda, el de los Pedruscales, si es que no se
abandona antes para seguir otro carril que se desvía hacia el NE. paralelo a la rambla de los Cartagenas.
—8→
La excavación El 30 de noviembre de 1963 se llevó a cabo la inspección ocular de que
más arriba se hizo mención y se fijó para el día siguiente el comienzo
de la exploración que nos proponíamos realizar en la rambla del
Panadero.
Nuestro antiguo y leal colaborador, Enrique Domenech Albero, quedó
encargado de contratar un par de peones para realizar los trabajos
necesarios. No pudo hallarlos aquella misma tarde del sábado y nos
propuso la asistencia de su hermano Pedro, experto en trabajos
agrícolas y que había colaborado ya con nosotros en alguna otra ocasión.
Con los hermanos Enrique y Pedro Domenech Albero, a los que acompañaban
sus respectivos hijos Enrique y Pedro, comenzamos los trabajos de
excavación de la rambla a las diez de la mañana del domingo, 1 de
diciembre de 1963.
Los informes del transportista Juan Calatayud habían señalado una zona
del cauce, situada al pie de unas ruinas medievales existentes a media
ladera del monte inmediato, como posible lugar de aparición del
brazalete que le recogimos. Pero el Sr.
Juez de Instrucción pudo observar durante la inspección ocular, a unos
diez metros aguas abajo de dicha zona, un corte del que había sido
extraída gran cantidad de grava y, en los márgenes, algunas ramas
frescas de olivo sujetas por piedras que podrían ser indicio de haber
querido dejar señalado aquel lugar. En dicho corte dimos comienzo a
nuestros trabajos (Lám.
VII, A), que presumíamos habrían de ser dilatados, dada la longitud de
la rambla y el gran espesor de los aluviones en algunos puntos, aparte,
claro está, de que no teníamos plena seguridad de que fuera aquél el
verdadero lugar de procedencia de las piezas recuperadas, a pesar de
los informes. Pensamos no obstante que, si en verdad lo fuera, los
brazaletes debían encontrarse en la capa inferior a la de las gravas
más profundas, ya que claramente podía observarse que éstas se habían
ido depositando en sucesivas avenidas de las aguas y los brazaletes
aparecidos no presentaban indicios de largos arrastres, poco probables
además en el caso del ejemplar recogido al gitano Contreras, cuyo peso
era bastante superior al de los menudos guijarros arrastrados por la
corriente. La labor que nos impusimos al principio fue la de remover en
toda su anchura las capas de gravas hasta su contacto con las arcillas
rojas del subsuelo, ya que, de momento, no creímos necesario el
tamizado de las tierras removidas. Tres horas se emplearon en explorar
de este modo unos treinta metros cuadrados y el resultado fue
totalmente negativo.
Decidimos entonces iniciar otra cata más arriba, poco más o menos en el
lugar señalado por Juan Calatayud. Las gravas eran allí mucho menos
potentes, pues habían sido extraídas en su mayor parte por los
transportistas y dejaban aflorar en muchos puntos las arcillas rojas.
Esto nos daba la posibilidad de explorar también el estrato arcilloso,
lo que hicimos por medio de una zanja transversal de un metro de
anchura por otro de profundidad sin resultado positivo alguno. Bastante
tiempo nos ocupó además la exploración de un reguero que, en dirección
de la corriente, desembocaba en la zanja practicada.
—9→
Observamos entonces que, en el talud derecho de la rambla, casi a la
altura de las arcillas rojas, había una mancha de tierras cenicientas
de unos 5 cm, de espesor por casi 1 m. de longitud, que decidimos excavar
desde la superficie, desmontando por capas los distintos estratos de aluvión en el espacio de 1 m. cuadrado. La estratificación era la que se representa en la Fig. 2.
La mancha de cenizas se internaba hacia el monte unos 90 cm.
y su excavación, que nos había llevado gran parte de la jornada
vespertina, resultó tan infructuosa como las anteriores. Se trataba,
sin duda, de los vestigios de alguna antigua hoguera encendida sobre
las tierras de una delgada capa de gravas superpuesta a las arcillas
rojas del fondo. Hemos llegado a pensar después si esta hoguera no
sería encendida en los mismos tiempos de la ocultación.
Proseguimos entonces la exploración tal y como la habíamos iniciado por
la mañana; es decir, removiendo de lado a lado la capa de contacto
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de las gravas inferiores con las arcillas, pensando en enlazar con la
cata inicial practicada más abajo y con la intención de proseguir aguas
arriba del barranco en jornadas sucesivas.
Eran aproximadamente las cinco de la tarde y comenzábamos ya a disponer
el regreso cuando un movimiento de azada de Pedro Domenech Albero, que
se había desplazado un tanto hacia el recodo que formaba el cauce en
aquel lugar, puso al descubierto el canto del brazalete señalado en el
Inventario con el número 5. A su izquierda yacía el número 26 y ambos
descansaban en el borde de una gran vasija que, por las trazas, se
hallaba repleta de objetos similares.
Vano sería negar la profunda impresión que el hallazgo produjo en todos
nosotros. No sólo habíamos conseguido documentar las piezas aparecidas
en la población, sino que teníamos ante nuestros ojos un tesoro,
fabuloso al parecer y de incalculable trascendencia para el futuro de
los estudios prehistóricos. La fuerte tensión a que nos sometió el
hallazgo no logró empero hacernos olvidar que era aquélla una de las
contadísimas ocasiones en que un tesoro de tal naturaleza iba a poder
ser exhumado con toda suerte de garantías para su futuro estudio, y
hubimos de hacer acopio de serenidad para templar nuestros nervios y
los de nuestros excitados colaboradores, cuya explicable vehemencia
podría hacer peligrar los resultados que estábamos obligados a obtener
de tan excepcional coyuntura.
Las circunstancias no eran, con todo, muy favorables, ya que la noche
estaba encima y no disponíamos de los medios adecuados para levantar
con las suficientes garantías de seguridad aquel extraordinario botín
arqueológico. Pensar en cubrirlo de nuevo para volver al día siguiente
mejor pertrechados era francamente temerario, y no debíamos tampoco
levantarlo sin haberlo fotografiado previamente «in situ».
Decidimos entonces, como solución de urgencia, enviar a los dos
muchachos, Enrique y Pedro Domenech, al encuentro del «taxi» que ya
estaría de camino para recogernos, con una nota dirigida a nuestro buen
amigo don Alfonso Arenas García, culto abogado a quien se debe en gran
parte la creación del Museo Arqueológico Municipal, en la que
solicitábamos la presencia de un fotógrafo y medios adecuados de
iluminación.
Mientras los chicuelos efectuaban aquella gestión, nos dedicamos
nosotros a aislar la vasija para su posterior exhumación, y pudimos
comprobar entonces que yacían a su alrededor muchas de las piezas que
el tiempo y los elementos habían hecho desbordar (Lám. VIII).
Nunca podremos olvidar, ni creemos que nuestros fieles colaboradores
Enrique y Pedro la olviden tampoco, aquella espera dramática en el
anochecer del día 1 de diciembre de 1963, ocultos en el fondo de una
rambla perdida en hosco paraje del término villenense y a la luz de
unas hogueras que hacían brillar, con destellos intermitentes, el oro
de unos objetos que habían permanecido ocultos a las miradas humanas
durante miles de años.
Allí hubiéramos permanecido la noche entera en el caso improbable de
que la gestión encomendada a los chicuelos no hubiese llegado a feliz
término. Pero eran aproximadamente las siete de la tarde cuando
alcanzaban la rambla el automóvil de don Alfonso Arenas y el taxi
conducido
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por Martín Martínez Pastor. Con ellos llegaron los dos muchachos, que
habían realizado su misión con gran celeridad y eficacia, y nuestro
buen amigo y colaborador don Miguel Flor Amat, excelente aficionado a
la Arqueología y al arte fotográfico. A la cámara de Flor se deben los
únicos documentos fotográficos del hallazgo «in situ».
La vasija, aunque muy completa y en posición normal, se hallaba
bastante resquebrajada. Para evitar el desprendimiento de sus
fragmentos y la consiguiente dislocación de su contenido, fue rodeada
con el cinturón elástico de Flor y cuidadosamente depositada en una de
las espuertas de caucho utilizadas durante la excavación. El conjunto
se envolvió en la manta de Pedro Domenech primero y en un saco de
harpillera después, y así fue transportado en inolvidable desfile
alumbrado por linternas y antorchas hasta el automóvil que aguardaba
junto al muro de contención a la salida del Barranco Roch.
Nunca agradeceremos bastante al chófer Martín Martínez el exquisito
cuidado con que sorteó las desigualdades del pedregoso camino hasta
desembocar en el asfalto de la carretera de Cañada a Villena, sin que
ni por un momento peligrase la integridad del precioso cargamento que
transportaba. A las nueve de la noche aproximadamente, la vasija,
intacta, era depositada sobre la mesa de nuestro despacho particular.
La expedición arqueológica emprendida a las nueve de la mañana con la
normal sencillez de tantas veces, se había transformado en una
novelesca aventura de insospechado alcance. Cientos de personas
desfilaron aquella noche por nuestro domicilio atraídas por el todavía
mágico sortilegio de la palabra «oro». En medio de aquel torbellino,
recordábamos muchos otros silenciosos retornos cargados de tiestos,
huesos o pedruscos, y evocábamos las alegres cabriolas con que nuestro
entrañable ayudante Enrique Domenech celebraba en las arenas de la Casa
de Lara el feliz hallazgo de un trapecio o de una punta de sílex.
Días después del descubrimiento pudimos tomar los datos que nos han
servido para dibujar la sección transversal desde el monte a la rambla
que presentamos en nuestra figura 3. Puede observarse, tanto en
ella como en la «foto» de nuestras Láms.
VI y VII, que la vasija no se hallaba en el centro del cauce, sino en
un pequeño meandro de su margen izquierda, circunstancia providencial,
por cuanto, de haberse enterrado un palmo más hacia el centro, hubiera
sido quizá aplastada por las ruedas
—12→
de los camiones que acarreaban las gravas. Junto a ella habían pasado
muchas veces sin dañarla, como nos hizo ver posteriormente el
transportista Juan Calatayud. Otra circunstancia favorable para la
conservación del tesoro ha sido la de hallarse bajo una capa de
aluviones cuyos elementos, relativamente grandes, eran poco
aprovechables para el cemento de la construcción.
La vasija se hallaba, como hemos dicho, en posición normal y en el
interior de un hoyo excavado en el estrato de arcillas rojas que apenas
rebasaba en 15 ó 20 cm.
la altura del recipiente. No tenía protección alguna, lo que contribuyó
a que se colmase con las aguas calcáreas procedentes de los montes
inmediatos. La lenta evaporación de estas aguas fue depositando en las
paredes interiores un sedimento de carbonato cálcico que llegó a
alcanzar más de 2 mm. de espesor.
El peso de los brazaletes, ayudado por la fuerza de la corriente, debió
contribuir a la fragmentación de la parte delantera de la boca, perdida
casi en dos tercios, y al desbordamiento de las piezas que aparecieron
a su alrededor. Algunas otras, con varios fragmentos cerámicos, habían
rodado ya aguas abajo de la rambla, como demuestran los cinco
brazaletes recogidos por nosotros durante una exploración
complementaria realizada el 22 de diciembre. Fueron hallados en el
espacio de algo más de 1 m. cuadrado, a unos 5 m. al S.
del punto de aparición de la vasija (Lámina VII. B), y son los
señalados en el Inventario con los números 12, 13, 20, 21 y 25.
Desplazados de la vasija debieron hallarse también los dos ejemplares
que se llevaron a la joyería del señor Esquembre y el entregado por
Pedro Lorente el 27 de diciembre.
La colocación de las piezas en el interior del recipiente se hizo con
hábil aprovechamiento del espacio disponible, como puede observarse en
nuestras Láms.
IX y X, que documentan las dos fases en que se realizó la limpieza de
las tierras y la posterior extracción del contenido. Se ve en ambas
cómo los seis cuencos mayores, encajados unos en otros, se depositaron
en el fondo, con ligera inflexión lateral para economizar altura.
Sendos grupos formados por los tres cuencos medianos y los dos más
pequeños se colocaron, de canto, a ambos lados del grupo central, de
modo que la convexidad de sus paredes se ajustase a la concavidad bucal
de la vasija, aprovechada también para colocar, en arco, los cuatro
frascos de menor tamaño. El frasco grande se depositó en el fondo del
cuenco que ocupaba el centro y todos los brazaletes y piezas menudas en
el interior del círculo que formaban las piezas mayores así dispuestas,
gravitando sobre las débiles paredes de aquel frasco, que apareció
destrozado, según puede observarse en la Lám.
X. En su interior se alojaban cinco brazaletes de oro, la anilla
descrita en el número 67 y una de las piezas anulares que figuran en el
Inventario con los números 59/61.
Algunos brazaletes aparecieron ensartados, tal y como se aprecia en la Lám.
XIII. No creemos que deba darse a esta circunstancia una significación
especial en cuanto a su uso. El enlace, voluntario o accidental, pudo
producirse en las peripecias de la ocultación.