Fernando VI, el príncipe tranquilohttp://www.maravedis.net/fernando6.html
A los reyes longevos y de mucho carácter les suelen suceder hijos, y a
veces nietos, que pasan a la historia sin pena ni gloria y a los que
apenas les da tiempo de empaquetar la herencia recibida para
entregársela intacta a sus sucesores, que suelen ser de nuevo longevos y
herederos del carácter de sus abuelos. Los historiadores llaman a estos
periodos en los que no pasa nada “reinados de transición”, y aletean
por encima de ellos con un desdeñoso sigilo.
Al personaje que hoy nos ocupa le tocó ser uno de esos reyes
transitorios cuyo legado ha sido eclipsado por dos gigantes, el que le
precedió y el que le sucedió. Y es que si reinar entre Felipe V, primer
Borbón y uno de los monarcas de más larga vida de cuantos hemos tenido, y
Carlos III, tan célebre que su nombre es sinónimo de rey, no es tarea
fácil, perdurar en la memoria es misión imposible.
El infante Fernando, segundogénito de Felipe V y María Luisa de Saboya,
no había nacido para rey. Tal honor le correspondía a su hermano Luis,
Príncipe de Asturias algo golferas al que sólo le dio tiempo de reinar
ocho meses antes de que la viruela se lo llevase por delante. Como
Fernando era aún muy joven, su padre, que se había retirado al palacio
de La Granja, hubo de retomar, muy a su pesar, las tareas de gobierno y
nombrarle heredero. A Fernando, sin embargo, lo de reinar no le iba
demasiado. Era de carácter tristón, aficionado a la música, a las artes y
a la vida contemplativa. Loables pasatiempos, sin duda, pero muy lejos
de lo que se esperaba de todo un rey de España. Al cabo de unos años su
padre murió, y no le quedó más remedio que encarar del mejor humor
posible su ineludible destino.
Fue coronado en 1746, a la venerable edad de 34 años. Su preparación,
sin embargo, dejaba mucho que desear. No era de natural proclive a las
desagradables tareas de la gobernación, y su madrastra, Isabel de
Farnesio, la maniobrera segunda esposa de Felipe V, había hecho lo
imposible por mantenerle alejado de los consejos, las cédulas y los
influyentes ministros de la Corte. Fernando no lo había echado en falta.
En los años que mediaron entre la muerte de su hermano y su ascenso al
trono se había dedicado, junto a su esposa, a vivir sin más
preocupaciones que las de disfrutar de las generosas rentas que le
procuraba el principado. El rey Felipe, por su parte, celoso por
garantizar la herencia, se había encargado de buscarle una princesa bien
situada. El premio cayó en Bárbara de Braganza, hija de Juan de
Portugal y de la archiduquesa Mariana de Austria.
Bárbara era posiblemente la princesa más fea de Europa; de hecho,
cuando se estaba negociando el matrimonio los portugueses tardaron meses
en enviar un retrato a la Corte de Madrid, por miedo a que el príncipe
se echase para atrás. A cambio, era un dechado de virtudes. Melómana,
sensible, culta, muy piadosa y, sobre todo, afectada por el incurable
virus de la melancolía. Un verdadero alma gemela del heredero español.
Fernando, que de primeras desconfió, pronto supo ver en su ya esposa una
compañera perfecta y afín a su modo de entender la vida. El príncipe
nunca había conocido a su madre, por lo que siempre arrastró una falta
crónica de afecto, hueco que Bárbara supo rellenar con creces. Durante
años fueron los príncipes más dichosos de Europa. De palacio en palacio,
entregados a la música, al teatro y al cultivo de la su acendrada fe.
Un modelo casi perfecto de la vida muelle a la que se dedicaba la
aristocracia europea del siglo XVIII.
Convertidos ya en soberanos de España, la pareja de tortolitos –se
pasaban las horas embobados escuchando al castrado Farinelli mientras la
princesa acompañaba al clavecín– hubo de adecuarse a las nuevas
circunstancias. Como el rey no sabía gobernar, ni falta que le había
hecho hasta ese momento, mantuvo a los consejeros de su padre,
convencido de que ese gesto le valdría su lealtad. Y así fue. Los
ministros de Felipe V se convirtieron en su más firme apoyo. Porque si
bien el rey había dejado este mundo, Isabel, la reina viuda, seguía en
él, y con sus ambiciones intactas. Fernando trató en vano de hacerla
comprender que sus días de gloria se habían acabado, pero fue tarea
inútil. La Farnesio siguió enredando todo lo que pudo, hasta que el
bondadoso monarca la expulsó de la Corte. Con muy buenas maneras, eso
sí.
Libre de las intrigas de su madrastra y aprovechando que se acababa de
firmar en Alemania la Paz de Aquisgrán, que ponía fin a varios años de
guerra entre las potencias europeas, Fernando se vio libre para moldear
el Gobierno del reino a su imagen y semejanza. Dio orden a sus ministros
de evitar las alianzas internacionales comprometedoras, a la vez que
les invitó a proponerle el programa de reformas del que el país estaba
tan necesitado.
Lo de la neutralidad fue relativamente sencillo. Puso a su lado, en pie
de igualdad, a dos ministros, el Marqués de la Ensenada y José Carvajal,
que de otra manera se hubiesen llevado a matar, ya que el primero era
francófilo y el segundo anglófilo. Lo de siempre. Ambos, sin embargo,
eran convencidos patriotas y muy respetuosos con los deseos reales.
Reorganizaron la Hacienda e impulsaron la economía a través de la
construcción de infraestructuras, de la promoción de sociedades de
amigos del país y, especialmente, a través de la paz, que siempre ha
obrado prodigios en materia económica. La política de neutralidad a
ultranza de Fernando nacía no sólo de un carácter poco dado a guerrear,
sino del convencimiento pleno de que el medio siglo de campañas europeas
de Felipe V no había reportado beneficio alguno y sí cuantiosos gastos,
que habían dejado exhaustas las arcas de Hacienda.
Que Fernando VI fuese un rey pacífico no significa que fuese pacifista;
eso por entonces no existía. En los tranquilos años de su reinado se
invirtieron ingentes sumas en renovar la maltrecha flota de guerra, y no
se escatimaron inversiones para defender los lindes de sus reinos,
lindes que por aquel entonces se extendían por cuatro continentes.
Desentendido de los asuntos de Europa, que, a decir verdad, ni le iban
ni le venían, fijó su atención en resolver de una vez el litigio
fronterizo con los portugueses en el Río de la Plata. Les entregó parte
de Paraguay a cambio de la Colonia de Sacramento. Este tratado, que
supuso el fin de muchas misiones jesuíticas, sirvió de inspiración hace
unos años al director Roland Joffé para La Misión, una excelente
película, de las pocas ambientadas en la América colonial. La moderación
y el buen tino ahorraron a España la entrada en el nuevo conflicto que
se estaba cociendo entre Inglaterra y Francia, permitiendo al Rey
destinar esos fondos a otros capítulos de gasto más acordes con sus
gustos.
Con el patio tranquilo en el exterior, se concentró en promocionar
las artes, las ciencias, las obras públicas y, como no podía ser de otro
modo, la religión. No en vano, uno de los más bellos monasterios de
Madrid, el de las Salesas Reales, fue empeño personal de la reina
Bárbara. Aún hoy se conserva la iglesia donde ambos monarcas reposan,
junto al altar, mientras que las dependencias destinadas a los monjes
son el majestuoso edificio del Tribunal Supremo. El pueblo madrileño,
siempre ingenioso y faltón, fue muy crítico con la faraónica obra regia.
Se hizo popular una coplilla que decía: "Bárbaro edificio / bárbara
renta / bárbaro gasto / Bárbara reina". Los madrileños ignoraban la que
en breve se les iba a venir encima, con Carlos III y su costosísimo
programa de obras. No ha cambiado mucho la cosa desde entonces. Los
habitantes de la Villa y Corte siguen quejándose de lo mismo tres siglos
después, y por las mismas razones.
Y es que el pueblo llano no perdonaba a la reina su infertilidad.
Injusto dicterio, porque el incapaz de engendrar descendencia era el
rey. Fernando VI padecía una afección genital que le impedía eyacular y,
por lo tanto, dejar encinta a su esposa. Gracias a la abultada prole
que trajo al mundo Felipe V en sus dos matrimonios esto no suponía un
grave problema de Estado. Si no había hijos heredarían los hermanos, y
asunto resuelto. En Nápoles esperaba paciente el rey Carlos a que le
llegase la hora de hacerse con las riendas del más codiciado reino de la
familia. En La Granja esperaba, algo menos pacientemente, la Farnesio
exiliada, rumiando la venganza contra Bárbara para devolverle con
intereses la afrenta de haberla enviado al quinto infierno.
No tuvo oportunidad. En la primavera de 1758, mientras los reyes se
encontraban en Aranjuez regalándose largos paseos por el río a bordo de
las suntuosas barcazas que componían la curiosa flota del Tajo, la reina
enfermó gravemente, y a los pocos meses entregó su alma al Altísimo.
Fernando no lo pudo soportar y, tras el funeral, se recluyó en el
castillo de Villaviciosa de Odón, lugar donde pasó el último año de su
vida, preso de la melancolía primero y de la locura después.
No era el primero. Su padre estaba loco de atar, y gobernó de esta guisa
durante más de la mitad de su reinado. Lo de Fernando, sin embargo, iba
por otros derroteros. Privado de su querida Bárbara, báculo que le
había ayudado a llevar las pesadas tareas de gobierno y primordial
sustento emocional de su débil y enfermizo carácter, vio que la vida ya
no tenía sentido. Vagó por el castillo durante meses, negándose a comer,
durmiendo en un humilde jergón y atormentando a la servidumbre con
alaridos de madrugada. Su destino estaba sellado, y casi un año después
de la muerte de su esposa se decidió a acompañarla. Le faltaban dos
meses para su 46º cumpleaños, y había regido los destinos de uno de los
reinos más poderosos de la Tierra durante trece fructíferos y pacíficos
años. No se volvería a ver nada igual en siglos.
Todos sus sucesores se metieron, en mayor o menor medida, donde nadie
les había llamado, y todos dejaron el tesoro real a la cuarta pregunta.
Cuando su hermanastro Carlos llegó de Nápoles para ceñirse la corona de
España se encontró con algo insólito para aquella época –y para ésta–:
la Hacienda tenía superávit, nada menos que 300 millones de reales. Un
detalle que Carlos supo agradecer encargando la construcción de un
bonito sepulcro, en el que hizo tallar el siguiente epitafio: "Yace aquí
el rey de las Españas, Fernando VI, optimo príncipe, que murió sin
hijos, con una numerosa prole de virtudes". Lástima que no sirviese de
ejemplo para los que vinieron después.
Extraído de:http://www.diazvillanueva.com/2005/10/fernando-vi-el.html#more