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 ¡América!

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Odal
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Odal


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MensajeTema: ¡América!   ¡América! EmptyVie 18 Jun 2010 - 1:34

¡América!



¡América! Sucolonlaespanola En
1485 un genovés errante abandonaba Lisboa desasosegado y en secreto,
acompañado de su hijo pequeño. Dejaba el reino vecino porque se había
quedado viudo y, sobre todo, porque Juan II no había accedido a
financiar su gran proyecto náutico. Algo nunca visto, revolucionario; un
plan secreto que llevaría las carabelas portuguesas hasta el otro lado
del mundo en un santiamén. Su nombre era Cristóbal Colón, era marino y
estaba, sin saberlo, a punto de convertirse en el europeo más universal
de la Historia.

Pero no adelantemos acontecimientos. En aquel momento de desventura
Cristóbal era un trotamundos anónimo y se encontraba en la ruina más
absoluta. Se dirigió a Palos, donde vivía su cuñada, para que se hiciese
cargo del niño y, ya de paso, para entrevistarse con Antonio Marchena,
un monje franciscano aficionado a la geografía que profesaba en el
monasterio de La Rábida. Trabó contacto con el religioso y le expuso el
plan con todo lujo de detalles. Marchena se convenció rápidamente de lo
prometedor que era aquello y puso su nutrida agenda al servicio del
marino.

Si hoy, para prosperar en la vida, hay que estar a buenas con los
políticos, en el siglo XV había que estarlo con la Iglesia. Colón se
percató de este detalle a la primera. El franciscano de La Rábida puso
la máquina de recomendaciones a funcionar. Eso de recomendar no ha
cambiado en cinco siglos. Pesa más una recomendación a tiempo que una
vida de sacrificio y méritos. A la vuelta de dos cartas el genovés se
encontró a solas con el confesor de la reina, otro fraile, Hernando de
Talavera. Sus buenos oficios le abrieron las puertas de la Corte, que en
aquel momento se encontraba en Sevilla. Ya se sabe: más vale ser
oportuno que rondar un año.

El 20 de enero de 1486 Isabel y Fernando accedieron a escuchar lo que el
oscuro marino venido de Portugal les ofrecía. La reina se mostró
interesada y resolvió que la propuesta fuese estudiada a fondo por un
comité de sabios. A finales de ese año, ya designados los miembros de la
comisión, citaron a Colón en Salamanca para escudriñar el plan y
sacarle los defectos pertinentes. No salió adelante. Los cosmógrafos y
astrólogos reunidos concluyeron que, aunque no dudaban que Colón fuese
un consumado lobo de mar, se había equivocado en los cálculos. El océano
era mucho más ancho. Eso es lo que decían Eratóstenes, Ptolomeo y otros
tantos genios de la Antigüedad. No iba a venir ahora un pelagatos a
enmendarles la plana.

El dictamen fue remitido a los reyes, que llamaron de nuevo a Colón para
comunicárselo. No iban a pagarle el capricho, pero le permitirían
quedarse en Castilla, asistido por una pequeña subvención real. Así las
cosas, rechazado en Portugal y en Castilla, Cristóbal se resignó a su
aciago destino, pero sin renunciar a llevar adelante sus planes. Envió a
su hermano a Londres para que tantease a Enrique VII, sin demasiada
fortuna. El inglés no quiso saber nada. Si portugueses y españoles,
verdaderos expertos en la materia, lo habían desechado no era por
casualidad.

Los inquietos lusos, sin embargo, no terminaban de encontrar el deseado
camino a la India, por lo que Juan II volvió a fijarse en Colón. Pero la
antojadiza suerte del navegante italiano quiso que, justo ese año de
1488, Bartolomé Díaz regresase a Lisboa asegurando haber dado con el fin
del calvario africano: el Cabo de Buena Esperanza, que ponía punto
final a siglo y pico de navegar sin descanso hacia el sur, siempre hacia
el sur.

Los años pasaban y nadie se acordaba de Colón, que malvivía con lo
puesto y con los cuatro reales que recibía de Isabel la Católica.
Desilusionado y harto de la vida perra que llevaba, decidió largarse de
España para ver si Francia, la única puerta que le quedaba por llamar,
se animaba a patrocinar la expedición. Al enterarse los frailes de La
Rábida de sus intenciones le suplicaron que pidiese una última audiencia
a la reina, que a punto se encontraba de rematar la guerra de Granada y
estaría más dispuesta a escucharle.

Así fue. A finales de 1491 Colón se presentó en la ciudad-campamento de
Santa Fe. Isabel y Fernando le concedieron audiencia y nombraron una
nueva comisión, aunque esta vez prescindieron de los sabios, que eran un
incordio, y pusieron contables que arreglasen los pormenores
económicos. El genovés, sorprendido por la determinación de los
monarcas, pensó que lo mejor era aprovechar el momento y pidió todo lo
que pudo. Estaba tan convencido de su descubrimiento que no consintió
rebajar un maravedí del premio que ya casi tenía al alcance de sus
dedos. Fernando se resistió y le dio puerta, pero, al poco de marcharse,
mandó que le trajesen de nuevo a su presencia. Lo aceptaba todo, hasta
la última exigencia. Si Colón regresaba ya habría tiempo de no cumplir
lo pactado, que en eso el Católico se las pintaba solo.

Capitularon solemnemente en la misma Santa Fe. Cristóbal Colón, el
buscavidas que llevaba siete años vagabundeando por Castilla, viviendo
de prestado, y que se había ganado cierta fama de chiflado, sería en
adelante Almirante de la Mar Océana, una merced del mismo rango que la
de Almirante de Castilla. Además, pasaría a ser Virrey y Gobernador
General de todo lo que descubriese, que, fuese lo que fuese, le haría un
hombre riquísimo, porque se llevaría un diezmo de la mercadería
"comprada, ganada, hallada o trocada dentro de los límites de su
Almirantazgo". Un dineral, vamos.

Las capitulaciones se firmaron el 30 de abril de 1492. Colón cerró
satisfecho su cartapacio, se ajustó el bombacho y salió de la sala con
la cabeza bien alta, diciéndose a sí mismo: "Si ya lo sabía yo; el que
la sigue la consigue".

Para evitar problemas, Isabel quería que la expedición partiese de un
puerto real, cosa bastante difícil, pues Andalucía se encontraba
enfeudada en su práctica totalidad. De los pocos que pertenecían a la
Corona el más indicado era Palos, un puertecito cercano a Huelva casi
tan familiar para Colón como su Génova natal. A los lugareños, sin
embargo, la idea de embarcarse en una aventura de incierto futuro al
mando de un pirado no les parecía demasiado halagüeña. Intervino
entonces la Providencia, de la mano, una vez más, de Antonio Marchena,
que presentó a Colón un acreditado marino onubense: Martín Alonso
Pinzón. El genovés expuso su plan y Pinzón, que era tanto o más
ambicioso que Colón, se apuntó de mil amores; y apuntó a su hermano
Vicente como capitán del tercer barco.

A primeros de agosto estaba todo listo para zarpar. Habían reclutado a
unos 90 marineros para la gran expedición hacia lo desconocido. La
mayoría eran andaluces y vascos; también estaba el montañés Juan de la
Cosa, armador de la nao capitana, el veedor real, que era de Segovia, y
un judío converso que haría las veces de traductor cuando llegasen a la
corte del Gran Khan. Hablaba "hebreo, caldeo y aun diz que arábigo". No
es necesario precisar que el buen hombre ni se estrenó. Se embarcaron
también un portugués y, cómo no, tres italianos; ubicua nacionalidad,
ésta: no hay episodio de nuestra historia en que un natural de la Bota
no esté enredado.

El 2 de agosto la flotilla se hizo a la mar. La componían tres naves;
una nao, la Santa Maria, y dos carabelas, la Pinta y la Niña. La primera
escala eran las Islas Canarias. Entre la Península y el archipiélago se
extendía un ancho mar, conocido como el "de las Damas" porque era tan
calmo y llevadero que hasta las señoras podían gobernar los barcos. Un
cobarde resabio machista que hoy sería tan insolente que ya habrían
prohibido su uso. Aguaron en La Gomera y no, como cabría pensar, en
Tenerife. La Achinet de los guanches no estaba en aquel entonces
conquistada. Le quedaba, no obstante, un mal suspiro. Ese mismo mes,
Alonso de Lugo desembarcó en La Palma para lanzarse sobre su vecina. Le
costaría tres años rendirla, bastantes más que a Colón cruzar el
Atlántico y volver.

Se cuenta que, durante el mes que pasó la flota colombina en La Gomera,
su almirante, que dejaba novia formal en España, encontró tiempo para un
amorío. Si es que de los marinos nadie puede fiarse. Se trataba de
Beatriz de Peraza, gobernadora de la isla, una mujerona casquivana y
revoltosa que Isabel había alejado de Castilla porque sospechaba que se
entendía con su marido. Y la reina era católica, sí, pero tan celosa y
desconfiada como lo sería su hija Juana, la que de celos se volvió loca.

El 6 de septiembre largaron velas, bordearon la isla del Hierro,
despidiéndose, ya de paso, del último confín conocido, y descendieron
hasta el paralelo 27. Aquí comenzaba la odisea. Sobre el mapa parecía
fácil, pero ¿cómo se cruzaba el Atlántico? No había costas que sirviesen
como guía, ni islas que marcasen la derrota. Más allá de ese punto, de
la enigmática isla que hoy marca el extremo meridional de España, no
había nada seguro, sólo océano, cielo azul y un insondable misterio, que
se atornilló en forma de congoja en las gargantas de los marineros.

Los portugueses habían descubierto una corriente que soplaba durante
todo el año en dirección a Poniente, una suerte de autopista de viento
que esperaba a que alguien con suficientes arrestos la tomase. Eso hizo
Colón: enfiló con decisión sus tres barquitos por ese bien venteado
pasillo. Noventa hombres sin afeitar y con las ropas ajironadas estaban
cruzando una sima abisal que se había formado millones de años atrás,
separando irremediablemente los seres vivos de ambas orillas. La
curiosidad, la perseverancia y, por qué no, la codicia de los europeos
lo habían hecho posible; la testarudez de un simple hombre lo estaba
convirtiendo en realidad.

Durante todo septiembre navegaron sin pausa, hasta que, a finales de
mes, se encontraron con el Mar de los Sargazos, rodeados por un océano
de repelentes algas que presagiaban entre la marinería una ineluctable
catástrofe. Colón tranquilizó a la tripulación. Él sabía lo que se
hacía, pero no era ajeno al miedo y las supersticiones de su
tripulación. Llevaba doble contabilidad, una para sí mismo y otra para
los pilotos de las tres naves. La suya era ligeramente mayor. Rebasadas
las 750 leguas, cuando pensaba dar con Cipango, el nombre que Marco Polo
había dado a Japón, empezó a escamarse. ¿Dónde estaba la tierra
prometida?

Martín Alonso y el Almirante se reunieron para estudiar la derrota. El
español propuso virar hacia el sur, pero Colón se negó: estaba
persuadido de que se encontraba ya en aguas asiáticas y de que habían
sobrepasado las costas de Cipango sin advertirlo, probablemente de
noche.

La tripulación se impacientaba, y el 6 de octubre estalló un motín en la
Santa María. Los marineros vascos exigían volver a Canarias. Martín
Alonso hizo entrar en razón a los vizcaínos y le pasó la factura al
Capitán: se viraría hacia el sur. Tres días después estalló un nuevo
motín, esta vez en las tres naves. De nuevo el Pinzón terció, llegando a
un comprometido acuerdo: si no avistaban tierra en tres días
regresarían a casa.

El 11 de octubre Colón se retiró a su camarote angustiado: el siguiente
sería el último día: o veían tierra o se acababa la aventura. Esa misma
madrugada, en la espesura de la noche, el grumete de la Pinta, un
sevillano llamado Juan Rodríguez Bermejo, infló sus pulmones y gritó:
"¡Tierra!". Martín Alonso saltó del catre y oteó el oscuro horizonte en
busca de la irregular línea parda que delata la presencia de la costa
por las noches. Ahí estaba. Habían llegado al otro lado del mundo.

Por la mañana se acercaron cautelosamente a la costa, para no desgraciar
las naves con algún arrecife traicionero. El Almirante se vistió para
la ocasión, abordó un bote y se dirigió a la playa con la bandera real
en la mano. Los Pinzones hicieron lo propio con los pendones de la Cruz
Verde. Ya en tierra, se hizo llamar al escribano, Rodrigo de Escobedo, y
al veedor real, Rodrigo Sánchez, para que tomasen buena nota del
histórico momento. Él, Cristóbal Colón, Almirante de la Mar Océana,
hacía dueños y señores de todo lo que abarcaban sus ojos a Isabel de
Castilla y a Fernando de Aragón. Era 12 de octubre de 1492, y aunque
Colón seguía empeñado en que había llegado a la India, se hallaba en una
remota playa de un nuevo continente que no salía en los mapas: América.

Hechos los honores, prosiguió el viaje saltando de isla en isla, sin
olvidarse de bautizarlas todas. A la que había contemplado su desembarco
la llamó San Salvador, porque la tenue silueta de su costa había
salvado por los pelos a su empresa de un estrepitoso fracaso. A las
siguientes les fue poniendo nombres más o menos previsibles: Santa
María, Fernandina, Isabela, Juana o La Española, que es donde terminó
fundando el primer asentamiento europeo en América, el fuerte Navidad. A
los aborígenes los llamó "indios" desde que puso sus ojos en el primero
de ellos. A fin de cuentas, estaba en la India, o muy cerca, por lo que
esos infelices que "andan todos desnudos como su madre los parió" y que
eran "de la color de los canarios, ni negros ni blancos", tenían, por
fuerza, que ser indios. Súbditos lejanos del Gran Khan, cuyos dominios
presumía cercanos.

El 16 de enero, con un barco menos y un magro botín en la bodega, ordenó
el regreso a España. Si llegar había sido difícil, ¿cómo volver? Colón
lo sabía. Navegó hacia el norte unos cientos de leguas hasta que otra
autopista de viento, los alisios septentrionales, hincharon sus velas en
dirección a Europa. Por esas latitudes, sin embargo, el océano no es
tan apacible como en los trópicos. Un mes después de abandonar La
Española, un temporal sorprendió a las dos carabelas y las separó. Una,
la de Martín Alonso Pinzón, iría a parar al puerto de Bayona, en
Galicia. La otra, la del Almirante, a las Azores primero y a Lisboa
después.

El 4 de marzo la Niña entraba, lenta y fatigosamente, en las aguas del
Tajo. Era el fin del viaje. Otros habían llegado a América, pero ninguno
había vuelto para contarlo.

Los Reyes Católicos recibieron a Colón un mes más tarde en Barcelona.
Les ofrecía algo que ningún monarca de la Cristiandad estaba en
disposición de poseer: un nuevo mundo. Inexplorado y exótico, tan virgen
e inocente como los seis indios que le acompañaban.

El Almirante, colmado de parabienes, realizó tres viajes más. Meses
después de regresar del último, en 1506, murió solo y olvidado en
Valladolid, convencido de que había llegado a la India, de que la
siguiente isla sería la definitiva. Para entonces el Caribe era ya un
lago español, y los exploradores se aventuraban intrépidos en el
continente.

En los albores del siglo XVI, los nombres de España y América habían
quedado, para lo bueno y para lo malo, indisolublemente unidos.
Extraído de: http://www.diazvillanueva.com/2007/05/-en-1485-un-gen.html#more

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MensajeTema: Re: ¡América!   ¡América! EmptyVie 18 Jun 2010 - 2:20

SI SEÑOR,ME GUSTA ,ESPERO QUE TODO AQUEL QUE NO HAYA OIDO HABLAR DEL ESTRECHO DE ¿WERING?...no se sienta aludido.
horse
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Ricardo
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Ricardo


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MensajeTema: Re: ¡América!   ¡América! EmptyVie 18 Jun 2010 - 3:38

EXELENTE ¡América! Bravo

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