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 La batalla de los tres reyes

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Odal
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Odal


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MensajeTema: La batalla de los tres reyes   La batalla de los tres reyes EmptyJue 22 Abr 2010 - 2:12

La batalla de los tres reyes




La batalla de los tres reyes Alfonsoviii
http://www.wikimoneda.com/recherche_fr.php?recherche=alfonso+viii

La batalla de los tres reyes Sanchonavarra
La batalla de los tres reyes Pedro10La batalla de los tres reyes Pedro11
https://www.identificacion-numismatica.com/medievales-cristianas-f4/pere-ii-1196-1213-dinero-de-aragon-t20455.htm?highlight=pere
Si existe una batalla que haya cambiado sin remedio el curso de nuestra
historia, esa es la de las Navas de Tolosa. Tuvo lugar en 1212, en un
descampado a los pies de Sierra Morena. Fue una batalla campal
antológica, de las que gustan recrear los cineastas de Hollywood. Si no
lo han hecho todavía se debe a que no se pronunció una sola palabra en
inglés.

Marcó el declive del poderío musulmán en España y abrió las puertas
de Andalucía, la región más extensa, poblada y próspera por aquel
entonces, a las fuerzas cristianas. Después de las Navas nada sería
igual en la Península. En apenas medio siglo Castilla, gran beneficiada
de la lid, se erigió como potencia central, en torno a la cual
terminaría tomando forma la España moderna.

La victoria final, como tantas otras veces, se guisó a fuego lento en
una vergonzosa derrota. A mediados del siglo XII los cristianos se
encontraban crecidos. El imperio almorávide hacía aguas por todas
partes. Tal y como había sucedido un siglo antes, se habían formado
pequeños reinos de taifas, cuya fragilidad era un apetitoso caramelo
para los insaciables reyes de Castilla. Alfonso VII, aprovechando la
debilidad del oponente, cabalgó por todo Al Ándalus a sus anchas,
dándose el capricho incluso de ocupar temporalmente la ciudad de
Almería. Pero la campaña superaba con creces las fuerzas del reino, de
manera que Alfonso hubo de retirarse a la meseta. Moriría, después de
haber consumado la machada, a la sombra de una encina en Despeñaperros.

Las hazañas de Alfonso VII pusieron en guardia a los musulmanes. En
Marrakech acababa de nacer una nueva dinastía, la de los almohades, más
aguerrida y fanática que la de los almorávides. Sus califas fueron
bautizados con el nombre de "Amir ul Muslimin", o Príncipe de los
Creyentes, pero aquí, donde nunca se nos ha dado bien el árabe, se les
llamó "Miramamolín", afortunada transcripción que arraigó con fuerza,
arruinando ya de paso la condición principesca del título.

Los miramamolines brincaron sobre el Estrecho para meter en cintura a
los decadentes reyezuelos de Al Ándalus. La siguiente estación era
Castilla, y a ello se aplicaron sin más demora. Cruzaron la sierra e
infligieron una severa derrota en Alarcos a las huestes de Alfonso VIII,
nieto del otro Alfonso, el de la encina. Los castellanos se habían
malacostumbrado a enfrentarse con la morisma dividida y desmotivada, por
lo que fueron pasto fácil de los animosos almohades. Vencido en
Alarcos, Alfonso se retiró a Toledo a relamerse las heridas. Los pasos
de Sierra Morena habían quedado en manos del enemigo, los moros había
subido hasta el Guadiana y, lo que es peor, Toledo, el emblema del
poderío castellano, se encontraba a pocas jornadas de la frágil
frontera.

El rey, sin embargo, no podía contraatacar, al menos en un plazo breve.
Castilla estaba agotada tras un siglo de avance sin tregua hacia el sur,
y la España cristiana no era, precisamente, un remanso de paz. Alfonso
VIII tenía contenciosos pendientes con los reyes de León, Portugal y
Navarra. Ninguno de los tres toleraba que el antaño minúsculo e
insignificante Condado de Castilla se hubiera transformado en poco más
de cien años en un poderoso y pujante reino, que los acogotaba siempre
que tenía la ocasión. La venganza pintaba muy mal: sin apenas aliados,
rodeado de enemigos y con el insolente Al Nasir, el nuevo miramamolín,
hijo de una esclava cristiana, asomando el turbante por encima de los
riscos de la sierra.

Pero Alfonso no estaba del todo sólo. Contaba con el arzobispo de
Toledo, Rodrigo Ximénez de Rada, prelado maniobrero muy sobrado de
astucia, digno de la época que le tocó vivir. Propuso al rey una
efectiva treta: recurrir a la Santa Sede para que el Papa declarase
cruzada la guerra contra los almohades. Eso eran palabras mayores. Si
algún monarca de la Cristiandad rompía una tregua con otro que estaba
envuelto en una cruzada era castigado severamente con la excomunión.
Rada se salió con la suya: viajó a Roma, obtuvo la declaración de
cruzada y pasó un año predicándola por Italia, Francia y Alemania, con
el fin de aunar las voluntades de príncipes aventureros y caballeros
andantes, especimenes ambos muy abundantes en la Europa del siglo XIII.

En Al Ándalus, entre tanto, el miramamolín no era ajeno a la que se le
venía encima. Ordenó reunir un potente ejército, formado por los mejores
soldados del Islam. Hizo llegar hasta Marrakech a los temidos arqueros
turcos y a una numerosa tropa de árabes y bereberes, que reforzaría con
andalusíes una vez cruzase el Estrecho. Tan confiado estaba Al Nasir en
el poderío de su ejército que prometió a los suyos conducirles hasta la
misma Roma, donde, según cuentan, tenía la intención de dar de beber a
sus caballos en las aguas del Tíber. No lo consiguió, por fortuna para
los romanos y, especialmente, para las romanas.

Ximénez de Rada, de vuelta en Castilla, dispuso que los cruzados
europeos se concentrasen en Toledo en espera de la batalla. Conducidos
por los obispos de Burdeos, Nantes y Narbona, hasta allí fueron llegando
gentes de toda condición y de todos los países de Occidente durante
meses. Unos, los menos, persiguiendo la santidad en forma de la bula
plenaria que extendía el Papa; otros, los más, en busca de aventuras,
gloria y fortuna. No necesariamente en ese orden.

En España la Cruzada había tenido un singular impacto. Los reyes de
Portugal y León dejaron las rencillas a un lado y permitieron salir de
sus reinos contingentes armados hacia Toledo. Aragón, cuyo monarca era
amigo de Alfonso VIII, se entusiasmó con la campaña. De hecho, el
primero en hacer acto de presencia en la ciudad del Tajo fue Pedro II de
Aragón. Traía miles de soldados reclutados en Aragón y Cataluña, y un
buen plantel de obispos para que la cruzada fuese digna de tal nombre.
Junto a Pedro, y ansiosos de partirse la cara con los infieles, se
dieron cita el conde de Ampurias y los obispos de Barcelona y Tarragona.
La cruz y la espada, ya se sabe.

El 20 de junio de 1212 un descomunal ejército cruzado, formado por unos
100.000 hombres, partió de Toledo hacia el sur, enarbolando vistosas
banderas y estandartes. A los pocos días la vanguardia, formada por
voluntarios franceses y alemanes, avistó el castillo de Malagón, una
avanzadilla que estaba en manos de los moros. Lo asaltaron como fieras
que lleva el diablo y degollaron sin piedad a sus defensores. Es de
suponer que con gran griterío y algarabía. Si es que por algo les
llamamos "bárbaros del norte"...

La salvajada no sentó del todo bien a Alfonso, poco dado a este tipo de
matanzas a sangre fría, pero, como no quería líos, ordenó seguir. Días
después toparon con la fortaleza de Calatrava, antiguo enclave templario
que los monjes hubieron de abandonar ante el empuje almohade. Esta vez
Alfonso impuso su criterio. Parlamentó con los moros que la defendían y
los dejó marchar, a cambio de que no opusiesen resistencia. Y es que
hablando se entiende la gente.

Esto indignó a los cruzados de ultrapuertos. No entendían cómo se había
dejado marchar con vida a los sarracenos, por lo que muchos, persuadidos
de que eso ni era guerra ni era nada, se marcharon. Unos se perdieron
por los boscosos senderos del Pirineo por los que habían llegado. Otros,
los más píos, aprovecharon que estaban en España y se dirigieron a
Santiago de Compostela para conquistar una gloria más serena cruzando el
pórtico de la catedral.

Mientras unos se iban, otros llegaban. Por sorpresa, apareció
capitaneando una hueste de bravos soldados navarros Sancho VIII, el
arrojado rey de Navarra que terminaría por unir íntimamente su nombre y
el de su reino a la batalla. Alfonso y Pedro recibieron con júbilo a su
homólogo, y trazaron el plan para cruzar Sierra Morena y enfrentarse con
Al Nasir, que llevaba tiempo esperándoles con la daga afilada.

Avituallado y repuesto el ejército, los tres españoles, cabalgando
orgullosos con la mirada puesta en el sur, se dirigieron a su ineludible
destino. Pasaron por Alarcos, lugar donde el ejército castellano había
sido aplastado años antes, y a primeros de julio llegaron al pie de
Sierra Morena. Acamparon para estudiar la situación. Los moros tenían
todos los pasos ocupados y se habían apostado sabiamente en el llano, a
la entrada del desfiladero de La Losa. Al Nasir, que de tonto no tenía
un pelo, había escrutado la sierra durante meses para neutralizar la
acometida cristiana. Sabía que los desfiladeros serranos eran
infranqueables si estaban debidamente protegidos.

Los informes que llegaban al campamento cristiano lo confirmaban: no
había posibilidad de cruzar los pasos sin someterse a una carnicería. La
única opción viable era encontrar otro desfiladero que se encontrase
libre. El problema es que los víveres escaseaban y la tropa se
encontraba fatigada, por la caminata y los asaltos. Entonces ocurrió lo
que nadie esperaba. En una tierra de nadie, despoblada y yerma, se
presentó en la tienda del rey un pastor, que decía conocer un paso no
muy lejano que los árabes habían dejado desatendido.

Alfonso envió al Señor de Vizcaya, Diego López de Haro, a explorar.
Efectivamente, el puerto estaba expedito. Tan proverbial fue el hallazgo
del paso secreto que, posteriormente, los cronistas aseguraron que el
pastor era, en realidad, San Isidro Labrador, que había bajado del Cielo
para ayudar a los cruzados.

Los tres reyes condujeron sus tropas hasta allí y descendieron al valle
sin que les importunasen. En apenas unas horas los cristianos, hinchados
de ardor guerrero, se encontraban frente a frente con los almohades. Al
Nasir no lo había previsto; es más, el pilar principal de su estrategia
era machacar a los que se aventurasen por los desfiladeros. Cuando vio
de lejos los estandartes de Castilla, Aragón y Navarra se le debió de
quedar una cara digna de una letrilla de frontera, de esas que cantaban
los trovadores de entonces.

Al amanecer del 16 de julio dio comienzo la batalla. Los cristianos se
habían organizado en tres cuerpos, cada uno de ellos mandado por un
monarca: en el centro el de Castilla, a su izquierda el de Aragón y a la
derecha el de Navarra. En la vanguardia, el Señor de Vizcaya con los
caballeros templarios, los del Hospital y los de Calatrava. El as que
Alfonso se guardaba en la manga era un novedoso cuerpo de retaguardia
formado por caballería experta que, de primeras, no entraría en combate.
Lo haría avanzada la batalla, para auxiliar al flanco más débil o dar
el remate al enemigo ya derrotado.

Eso Al Nasir no lo sabía, por lo que siguió la táctica tradicional de
los ejércitos árabes: mucha carne de cañón al principio, formada por los
infelices que acudían al llamado de la guerra santa, tropas ligeras que
dispersasen las cargas de la infantería cristiana, a la que seguían las
tropas profesionales y los arqueros turcos. Como guinda final, si todo
lo anterior fallaba, una guarnición de almohades africanos bien armada y
entrenada, y el llamado "palenque", donde se encontraba la tienda del
califa, defendido por un grupo de fanáticos, los desposados, que se
juramentaban ante el Corán para dejarse la vida en el campo de batalla.
Se encadenaban por las rodillas para no retroceder, es decir, para
repeler el ataque o morir; por Alá, claro.

Diego López de Haro levantó su espada y a grito pelado ordenó el ataque.
Su hijo, que le acompañaba en el brete, le dijo: "Padre, que lo hagáis
de modo que no me llamen hijo de traidor", a lo que el audaz vizcaíno
repuso: "Os llamarán hijo de puta, pero no hijo de traidor". Lo decía
porque su mujer, un tanto casquivana, le había abandonado. Los vascos
siempre han sido así de leales, y de tremendos. La carga de López de
Haro fue tan formidable que llevó sus tropas hasta donde se encontraban
los soldados almohades. Allí se enzarzó hasta que su situación se tornó
insostenible.

Los reyes, que veían desde un altozano la polvareda levantada en la
refriega, acordaron que era el momento de intervenir. Alfonso,
consciente de que se jugaba todo en ese lance, miró a Ximénez de Rada y
le dijo, solemne: "Arzobispo, aquí, vos y yo moriremos". El religioso,
mucho más optimista, le replicó: "No, mi señor. Aquí, vos y yo
venceremos". Se produjo entonces la célebre carga de los tres reyes. Su
objetivo no era auxiliar a López de Haro sino al palenque, que se
encontraba algo desprotegido.

Sancho VIII fue el primero en llegar a la línea de los desposados: los
acuchilló y rompió tanto las cadenas que los unían como las que
guardaban la tienda del miramamolín. Esas cadenas pasarían al escudo de
Navarra. Y ahí siguen, ondeando gallardas en las banderas navarras y
españolas.

Al Nasir huyó precipitadamente para salvar el pellejo, mientras su
ejército se venía abajo. Los reyes ordenaron perseguir a los moros, que
desertaban en todas direcciones, para evitar que se reagrupasen. El
pendón del califa fue recogido de la ensangrentada tienda –o de lo que
quedaba de ella– de Al Nasir y enviado a Burgos, donde se conserva
primorosamente en el Monasterio de las Huelgas.

Ya de noche, los obispos congregados, que eran unos cuantos, entonaron
un sentido Te Deum. Aprovechando que el ejército almohade había sido
aniquilado, Alfonso, Sancho y Pedro decidieron quedarse en Andalucía
para consolidar la posición. Tomaron Úbeda, Baeza y algunos castillos
menores. Alfonso dio así cumplida venganza a la derrota de Alarcos y, en
gratitud por la ayuda prestada, se reconcilió con navarros y leoneses,
accediendo a sus reclamaciones territoriales. Eso le valió el
sobrenombre de el Noble.

El regreso a Toledo del gran vencedor de las Navas fue glorioso. La
gesta pasó a engrosar el repertorio de los juglares y fue celebrada en
toda Europa. Al Nasir, humillado y vencido, volvió a Marrakech, donde
moriría años después, resentido aún por los palos que le habían dado en
Sierra Morena.

Era sólo el principio. La puerta del valle del Guadalquivir estaba
abierta de par en par por primera vez en cinco siglos. Los cristianos no
dejaron pasar la ocasión. Andalucía merecía el esfuerzo.

Extraído de: http://www.diazvillanueva.com/2006/01/la-batalla-de-l.html#more

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MensajeTema: Re: La batalla de los tres reyes   La batalla de los tres reyes EmptyJue 22 Abr 2010 - 17:11

Un saludo. Sólo quiero hacer un apunte; el rey de Navarra no era Sancho VIII, sino Sancho VII (el fuerte) 1194-1234,cuyo cuerpo está enterrado en Roncesvalles (Navarra).Sobre su tumba hay una estatua del rey yaciente a escala natural que mide 2´22.saludos desde Navarra.
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Odal
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MensajeTema: Re: La batalla de los tres reyes   La batalla de los tres reyes EmptyJue 22 Abr 2010 - 19:11

Buenas.
La verdad es que estuve buscando información sobre Sancho VIII para poner alguna imagen suya o de alguna moneda suya y no encontraba nada, la fecha de reinado de Sancho VII concordaba con la de la Batalla de las Navas de Tolosa, pero al ser repetidas las veces que el autor lo nombraba como Sancho VIII y que la imagen que él había puesto correspondia con Sancho VII supuse que era uno de esos reyes que tienen diferentes numeraciones según quien lo nombre.

Un saludo y muchas gracias por la aclaración.

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